Desde el XVII, en los conventos de Nueva España, la novicia que jura sus votos perpetuos en la ceremonia de profesión es retratada con adornos y joyas, como la reina de un carnaval místico, dentro del género pictórico americano que se llamó de “monjas coronadas”. La visión paulatina en la muestra que exhibe la Academia de San Fernando de Madrid de estas muchachas jóvenes y aderezadas, vestidas profusamente, como novias pimpantes y bizantinas para los esponsales con su más extrema soledad, deja una sensación agridulce. Apenas sabemos nada de ellas. Las suyas fueron vidas sin más pasión que su vocación oscura ni más fulgor que el de esta fiesta de consagración. Seguirían sin nombre, si no se hubieran tropezado con el poder que las ensalza en propaganda y las subraya en la medida en que han de ser esa niebla de la que por un instante destacan, un pequeño elemento una escasa estrategia dentro de un largo sistema de dominio en el que su sacrificio encaja con toda su complejidad simbólica. Esposas sin marido visible, dibujadas con la palma de su virginidad, estas monjas casi adolescentes ven sustituida su biografía por simbología, dentro del régimen alegórico en el que ingresan, al ser retratadas por el pintor una sola vez, como una pieza más interpretable. Y sin embargo, el poder que las utiliza las dota de sentido, las integra en un vasto proceso de referencialidades. Hace de ellas imágenes directamente exteriores y transcendentes y no sólo porque apelan a un camino “teo” y “teleológico”, sino porque la historia que ofrecen desarrolla la mayor parte de su argumento “fuera del cuadro”. De hecho, éste sorprende y enamora por sus potencialidades. Lo importante de su protagonista desconocida es que abre espacio a una fabulación receptora. Y la torpeza de esa figuración frontal, sin profundidad, se alivia con el relato que estimula, con la otra perspectiva argumental que desenvuelve. Cada monja aparece como el botón de un enunciado. Desde su anonimato facilita un terreno especulativo. Basta percibir algunos detalles para hilvanar un cuento que será su legítimo comentario: * Sor María Antonia de la Purísima Concepción: Aunque eran criollas las que ingresaban en clausura, nadie puede negar las finas gotas de sangre india que a Sor María le negrean los ojos y se los humedecen. Tiene dieciocho años pero parece más niña, al observarnos con temblor desde un gesto que la colocará lejos fe cualquier mirada. En sus manos la vela podría ser aquella lámpara humeante que despertara al Amor cuando Psique, que lo tenía prohibido, espiara a hurtadillas un rostro entonces inolvidable. ¿Es éste de nuevo aquel mismo mito, el del Alma enamorada de Eros? Su esposo, en cualquier caso, se esconde igual de ella. * Sor María Engracia Josefa del Santísimo Rosario: Cada corona opera como herbario jugoso de la flora de México. Fastuosa y tímida, María Engracia ha elegido clavellinas, jazmines, pensamientos, colgantes de la virgen y unos pétalos extraños que podrían ser adormideras. En el centro de la corona ha colocado una muñequita de…