Edgar Allan Poe Biography: Poe was born in Boston, Massachusetts, on 19th January, 1809. Best known for his tales of mystery and the macabre, Poe was one...
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Alarmado por la presencia de unos bichitos de caparazón duro y crujiente, corrió a comprar un potente insecticida. De nada sirvieron las advertencias de su mujer: “Son bichitos de la fruta, no hacen nada”. Él tenía otras ideas al respecto. En sus años de estudiante en Madrid, había vivido en un piso interior atestado de cucarachas. Subían del patio de luces, salían de detrás de los muebles, brotaban del azucarero. Pequeñitas e insidiosas, alguna vez habían trepado a su cama.... “Déjalo, no tiene importancia”, le dijo su mujer. Pero él ya había abierto la puerta, sin siquiera molestarse en vestirse decentemente para bajar a la calle. En calzonas, arrastrando unas chanclas de goma desgastada, recorrió un tramo de acera, dobló una esquina y entró en el supermercado como quien entra en un dispensario en el segundo justo antes de desmayarse. Más calmado, examinó el estante de los insecticidas. Al otro lado del pasillo, un hombre de aspecto elegante hacía lo propio con el de los vinos. Los movimientos de uno y otro se acompasaron. Éste no, éste parece más indicado para las hormigas, esta cosecha no fue buena, este otro sirve para “los bichos del jardín”, demasiado afrutado este otro... Por fin, oculto entre otros envases, vio un aerosol alto, único ejemplar de su especie. Sobre su superficie tenía serigrafiada una enorme cucaracha negra. Leyó las indicaciones. El producto parecía peligroso y eficaz. Peligroso, porque recomendaba toda clase de precauciones para evitar su inhalación fortuita. Eficaz, porque aseguraba el exterminio de todos los bichos que cayesen bajo su influjo. Al otro extremo del pasillo, el hombre de los vinos examinaba cuidadosamente una botella y asentía con gesto de aprobación. Volvió a grandes zancadas, impaciente por llegar a casa. Se dirigió de inmediato a la cocina, se echó al suelo, desmontó los zócalos de los muebles, introdujo en el hueco el brazo armado y apretó prolongadamente el pulsador. La nube espolvoreada rebotó contra la pared y le envolvió la cara. Tosió, notó un escozor en la garganta. No importa, se dijo. Repitió la operación bajo otros muebles, luego en el cuarto de baño. Cerró las puertas de las dos habitaciones desinsectadas, para concentrar los efectos del gas letal. Se echó a descansar. Media hora más tarde oyó un grito. Su mujer lo llamaba desde la cocina. Un ser monstruoso, de unos cinco centímetros de largo, viva réplica del diseño que campeaba sobre la superficie del aerosol, miraba cínicamente a la pareja desde lo alto de la encimera. Nunca más, pensó, podría comer nada que se hubiese preparado sobre esa superficie. Echó mano del aerosol y proyectó un chorro largo y firme sobre el bicho. Pero éste se limito a levantar un poco más la cabeza, menear las antenas y palpar con las piezas móviles de su horrible cara aquel veneno aromatizado. Como quien paladea un buen vino.
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El tren era el de todos los días a la tardecita, pero venía moroso, como sensible al paisaje. Yo iba a comprar algo por encargo de mi madre. Era suave el momento, como si el rodar fuera cariño en los lúbricos rieles. Subí, y me puse a atrapar el recuerdo más antiguo, el primero de mi vida. El tren se retardaba tanto que encontré en mi memoria un olor maternal: leche calentada, alcohol encendido. Esto hasta la primera parada: Haedo. Después recordé mis juegos pueriles y ya iba hacia la adolescencia, cuando Ramos mejía me ofreció un acalle sombrosa y romántica, con su niña dispuesta al noviazgo. Allí mismo me casé, después de conocer y visitar a sus padres y al patio de su casa, casi andaluz. Ya salíamos de la iglesia del pueblo, cuando oí tocar la campana; el tren proseguía el viaje. Me despedí y, como soy muy ágil, lo alcancé. Fui a dar a Ciudadela, donde mis esfuerzos querían horadar un pasado quizá imposible de resucitar en el recuerdo. El jefe de estación, que era amigo, acudió para decirme que aguardara buenas nuevas, pues mi esposa me enviaba un telegrama anunciándolas. Yo pugnaba por encontrar un terror infantil (pues los tuve), que fuera anterior al recuerdo de la leche calentada y del alcohol. En eso llegamos a Liniers. Allí, en esa parada tan abundante en tiempo presente, que ofrece el ferrocarril Oeste, pude ser alcanzado por mi esposa que traía los mellizos vestidos con ropas caseras. Bajamos y, en una de las resplandecientes tiendas que tiene Liniers, los proveímos de ropas standard pero elegantes, y también de buenas carteras de escolares y libros. En seguida alcanzamos el mismo tren en que íbamos y que se había demorado mucho, porque antes había otro tren descargando leche. Mi mujer se quedó en Liniers, pero, ya en el tren, gustaba de ver a mis hijos tan floridos y robustos hablando de foot-ball y haciendo los chistes que la juventud cree inaugurar. Pero en Flores me aguardaba lo inconcebible; una demora por un choque con vagones y un accidente en un paso a nivel. El jefe de la estación de Liniers, que me conocía, se puso en comunicación telegráfica con el de Flores. Me anunciaban malas noticias. Mi mujer había muerto, y el cortejo fúnebre trataría de alcanzar el tren que estaba detenido en esta última estación. Me bajé atribulado, sin poder enterar de nada a mis hijos, a quienes había mandado adelante para que bajaran en Caballito, donde estaba la escuela. En compañía de unos parientes y allegados, enterramos a mi mujer en el cementerio de Flores, y una sencilla cruz de hierro nombra e indica el lugar de su detención invisible. Cuando volvimos a Flores, todavía encontramos el tren que nos acompañara en tan felices y aciagas andanzas. Me despedí en el Once de mis parientes políticos y, pensando en mis pobres chicos huérfanos y en mi esposa difunta, fui como un sonámbulo a la "Compañía de Seguros", donde trabajaba. No encontré el lugar. Preguntando a los más ancianos de las inmediaciones, me enteré que habían demolido hacía tiempo la casa de la "Compañía de Seguros". En su lugar se erigía un edificio de veinticinco pisos. Me dijeron que era un ministerio donde todo era inseguridad, desde los empleos hasta los decretos. Me metí en un ascensor y, ya en el piso veinticinco, busqué furioso una ventana y me arrojé a la calle. Fui a dar al follaje de un árbol coposo, de hojas y ramas como de higuera algodonada. Mi carne, que ya se iba a estrellar, se dispersó en recuerdos. La bandada de recuerdos, junto con mi cuerpo, llegó hasta mi madre."¿A que no recordaste lo que te encargué?", dijo mi madre, al tiempo que hacía un ademán de amenaza cómica: "Tienes cabeza de pájaro".
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Narciso se sentía diferente de sí mismo. Cuando salía de su casa, caminaba siempre dos pasos por delante de él. Sólo se detenía para esperarse cuando llegaba al café en el que desayunaba cada mañana. Allí, se abría la puerta solícito, fingiendo una falsa educación, para cerrársela inmediatamente en las narices cuando estaba a punto de cruzarla. Otro de sus juegos preferidos, por ejemplo, era desafiarse a ver quién leía más rápido, pasando velozmente la página e impidiéndose leer cómodamente. Comer, dormir, follar… era siempre una competición. El día en que murió, sentado frente al ataúd donde reposaba, no pudo reprimir una sonrisa de venganza.
- Un poco más y me hubiera sentado en las escaleras. Estoy desfallecida. - Parecemos caracoles. Llevamos la casa encima en cuanto salimos de vacaciones. No sé para qué complicarnos la vida de esta forma. Elena frota sus manos doloridas y profiere un gemido. - ¡Oh, una ampolla! César se limpia el sudor de la frente con un pañuelo, después de dejar las maletas casi al lado de la puerta. - A ver... No es nada, mujer. - Achaques de la vejez. - Cuando seas realmente una anciana, no lo dirás... - Aquí hace demasiado calor; abriré la ventana. ¡Y huele a pintura! - Ya no recordaba que antes de irnos habíamos pintado las habitaciones. No han quedado mal, ¿verdad? - No, no... - Ya que estás dispuesto a trabajar, abre también la del dormitorio. - Como ordene la señora. ¡Con tal de mandar! - No seas exagerado. Si vieras a otras cómo se portan. Por ejemplo, ¿sabes lo que... - Prefiero no enterarme. César entra en el dormitorio. Elena, mientras tanto, se sienta cómodamente en un butacón y enciende un cigarrillo. Habla como para sí misma: - Adiós al sol y al mar... ¡Lástima que todo haya finalizado! El regresa a la sala y se sienta al lado de ella. - ¿Decías algo? - Nada de particular. Estoy tan cansada que acabaré durmiéndome aquí mismo. Elena se quita los zapatos ayudándose con los pies. - ¡Quién pudiera contemplar el mar desde el hotelito! - Vale más olvidar; le entra a uno el mal humor. Mañana, a las nueve en punto, a la oficina. Lo que más odio es tener que fichar. Es como si a uno le convirtieran en autómata. - Y yo tendré que limpiar todo esto. ¡Vaya trabajo! El próximo año, ¿volveremos? - ¡Pero si aún apenas hemos regresado! - Bueno, no te excites. Los dos se quedan en silencio. Un agudo silbido, que les obliga a taparse los oídos, les despierta. - ¿Qué ha sido? - pregunta Elena. - ¿También tú lo has escuchado? Creí, creí... que se trataba de una pesadilla. Vaya, nos hemos quedado dormidos... - ¿Y el silbido? - No tengo ni la menor idea. - ¿Algún choque? - No es ruido de accidente. César se levanta y se asoma a la ventana. - ¿Ves algo? - Lo de siempre. Es como si el tiempo se hubiera detenido mientras estuvimos fuera. - ¿Y en el cielo? - Miles de estrellas. - Pero esa especie de silbido ha venido de alguna parte... - Desde luego. Sería, no sé, algún escape de... ¡Cualquier cosa! ¿Y si desalojamos las maletas? - ¡Por favor! Mañana; hoy no, te lo ruego. - Los trajes se arrugarán demasiado. - Yo los plancharé; por eso no te preocupes. El que llevas puesto te sirve para ir a la oficina. Un día es un día. - ¡Si no queda otro remedio! César la toma por una mano y la levanta. Ambos entran en el dormitorio. El enciende la luz. - Veo montañas de trabajo por todas partes - dice Elena. César se fija en algo que hay en la pared. - ¡Estos pintores! ¡Mira lo que han dejado! - Una mancha... Pues no me había dado cuenta al marchar. - Por culpa de las prisas. Mañana les avisaremos, por muy amigos que sean. A la hora de cobrar fueron bien exigentes. - ¿No habrá salido a causa de tener cerrada la habitación? - Supongo que no. - ¿Y por humedad? - ¿En este tiempo? Además, aquí no padecemos de ese mal. César pasa la mano por la pequeña mancha. La retira alarmado. - ¿Qué ocurre? - Ha sido una extraña sensación... - ¡Estás pálido! - No esperaba esa viscosidad. - Déjame a mí... - ¡No la toques! - Pero si yo... - Es demasiado desagradable. - Siempre has sido muy aprensivo. - No se trata de una mancha corriente. - Pues no parece otra cosa. - Hace un mes que hemos salido de vacaciones. Tenía que estar seca, como el resto de la pintura. - Anda, descansa. - Además, ¿no se mueve? - ¡Qué tontería! César estudia detenidamente la mancha mientras se desviste. - Llamaré al pintor - dice - por pura curiosidad. - Ya es bastante tarde... - Las once. Estará despierto. - Si así dejas de contemplar la mancha como un papamoscas, llama. - ¿Diga? - Oye, soy César... - Se acabaron las vacaciones, ¿eh? - Sí, ya sabes... - ¡Qué suerte tienen los que van sin los días contados! ¿Para qué me llamas, a todo esto? ¿No te ha gustado la pintura? - ¡Oh sí, por supuesto! Pero, atiende, me he encontrado en el dormitorio con una mancha en la pared. Una mancha no muy grande y de un color... de un color como el de la sangre... - La habitación está pintada de verde... - Es raro, ¿no? Y no se encuentra seca. - Entonces, amigo, eso no es una mancha. - ¿Qué opinas? - Yo sólo entiendo de pintura. Si lo deseas, puedo pasar mañana. - Muchas gracias, será lo mejor. Adiós. César cuelga el auricular con gesto pensativo. La voz de Elena le hace volver a la realidad. - ¿Has acabado? - Voy, voy ahora mismo. Elena, cuando César entra en el dormitorio, ya está acostada. - Quiero dormir... - Joaquín me ha dicho que pasará mañana. - Muy bien. El mira nuevamente la mancha. Frunce las cejas. - ¡Juraría que ha crecido de tamaño! - Apagaré la luz. César se acomoda en el lecho. Las cortinas de la ventana son mecidas por el viento. Algunos anuncios luminosos, intermitentes, destacan por encima de los tejados. Los débiles rayos de la luna penetran en la habitación, recortando los objetos. En la cama, Elena duerme profundamente abrazada a la almohada. A su lado, César apoya la cabeza en las manos. Está despierto y fuma un cigarrillo. Procurando no molestar a Elena, se levanta. Ante la mancha, susurra: - Palpita, palpita... Duda si tocarla nuevamente. Lo hace y siente la misma sensación que la vez anterior. Sale con cuidado de la habitación. Y marca una cifra en el teléfono. - ¿Esteban? - ¿A quién diablos se le ocurre...? - Soy César. Ya sé que son las dos de la madrugada... - Algo es algo... - Déjame explicarte antes de que me cuelgues: en mi dormitorio hay una mancha que... vive. - ¿Una mancha que vive? Has tomado el sol, ¿no tendrás fiebre? - ¡Me encuentro perfectamente, no te burles! - Te escucho, te escucho... - La mancha... ¡Crece! - No comprendo absolutamente nada. - Ni yo. ¿Has visto en tu vida algo semejante? - Claro que no. ¿Y por qué me llamas a mí? - Como eres biólogo he pensado que... - Los biólogos y las manchas de la pared, como comprenderás, tenemos muy poco en común. - ¡Si se mueve! - Mañana tengo que levantarme temprano. Así que te ruego... - Está bien. Perdona si te he molestado... - Tal vez te visite... ¡Uf! César oye cómo Esteban cuelga con brusquedad. Da unos cuantos pasos, sin saber hacia dónde ir. - Tal vez yo reaccionara de la misma manera... - Primero, un agudo y extraño silbido; después, la mancha... ¿Puede haber algo de común entre ambos fenómenos? Sus ojos contemplan las estrellas. - Una noche demasiado... silenciosa. ¿Dónde podría encontrar la respuesta? Del portal de la casa sale un hombre encorvado. César lo llama. - ¡Doctor! El hombre mira distraídamente hacia otras partes. - ¡Señor Canal, aquí arriba! - ¡Caramba! Buenas noches, vecino. Apenas le he oído. - Es que, si grito más, despertaría a Elena. - ¿Y cómo a estas horas despierto? - No acabo de conciliar el sueño. - Tome una de esas pastillas que le he recomendado; le irán bien. - ¿Qué pastillas? - Entonces, ¿no ha sido a usted? ¡Siempre tan distraído! - Doctor, ¿podría subir un momento? - ¿Se encuentra mal su mujer? - Todo lo contrario. Es que... - ¿Diga? - Hay una cosa rara en la pared, como una mancha... Pero no es una mancha. - Hijo, acaban de llamarme urgentemente para ir a un parto. El niño no se presenta en buena posición... César, ¿qué puedo hacer? - Es que esa cosa... ¡palpita! - Interesante. ¿Le parece bien que entre cuando regrese? - Se lo agradecería. Crece. Ya ha aumentado de tamaño varias veces. El doctor consulta su reloj. - ¡Se está haciendo tarde! - Hasta luego... ¡Y no se olvide! - Haré todo lo posible... Ya sabe que mi memoria... El doctor desaparece por una esquina. César se acerca a la mancha, que ya le falta poco para ocupar casi toda la pared. César mira angustiado a Elena. Después de un momento de duda toma un candelabro entre sus manos. Lo levanta y da a la mancha con él. El candelabro, rebota. La mancha ha quedado intacta. En cambio el candelabro, ante el asombro de César, se ha roto. - Es imposible... Elena se remueve. Pregunta entre sueños: - ¿Qué haces? - iOh... he... he tropezado! No acabo de poder dormir y fumo. - Bien... César espera a que la respiración de Elena le indique que duerme de nuevo. Deja el candelabro y pasa a la sala de estar. Su frente está bañada en sudor, así como las palmas de las manos. Ninguno de los libros de la biblioteca le puede informar. Lanza el último de los consultados, con rabia. Se sienta. - ¿Y si no es nada? Parece una pesadilla, una cruel pesadilla. En cambio, estoy seguro de que algo ocurre. ¿Por qué esta noche tan silenciosa? Suposiciones mías. Esa mancha vive... ¿Qué es? ¿Cómo ha llegado hasta aquí? Tal vez el silbido fuera.... La mano de Elena en su hombro, le sorprende. Ella parece un tanto nerviosa. - César... he visto esa mancha. Ocupa la pared... ¿Le has dado algún golpe? - ¿Por qué lo dices? - El candelabro... - Sí, le he dado un golpe. Pero se quedó impertérrita. Ni un gemido, ni un movimiento... El candelabro, roto... - Me parece que no te has fijado muy bien. - ¿Mas sucesos? - El candelabro... se funde. - ¿Eh? César corre precipitadamente hacia el dormitorio. Encima de la mesa, el candelabro se deshace entre una nube azulada. César se acerca a la mancha. - ¡Monstruo! ¡Di, qué ser se esconde en esas palpitaciones! ¡Quién eres! ¡Qué deseas de nosotros! ¡Habla! ¡Contesta!, ¡Criatura de los infiernos! Elena le toma por el brazo. - Salgamos de aquí... César se deja llevar. Elena cierra con llave la puerta del dormitorio. - ¿Te enciendo un cigarrillo? - le pregunta. - Sí... sí... Pero, ¿qué es? - Tampoco yo lo sé. Algo sucede en nuestra casa. Tenías razón, esa mancha no es corriente. Es... - ¡Un ser vivo! - No habla, no escucha, no le importa nuestra presencia. - ¡Se ha instalado en la habitación y somos incapaces de destruirlo! El candelabro... ¿Cómo puede hacer eso, qué poder tiene? - Llama a la Policía. - ¿A la Policía? ¿Lo creerán? - Al menos se acercarán hasta aquí. - Buenas noches. Servicio Nocturno. - Algo grave está ocurriendo en mi hogar... - ¿Sí? - Es... difícil de explicar. Se trata de algo que se ha adherido a la pared y que crece... Era como una mancha de pequeñas dimensiones. Y ahora, gigantesca... - ¿Ha robado? - se oye con cierto deje de ironía. - ¡No! ¡Se limita a crecer! ¿Es que le parece poco? - Una mancha viva... - Exacto, exacto... - Atendiendo a lo que me acaba de decir, yo le recomendaría llamar a los Bomberos. Si no ha cometido ningún delito y se trata tan sólo de una mancha, que crece y palpita, nada podemos hacer nosotros. - ¡Estoy seguro de que es un ser, una amenaza! - No se excite... - ¡Todos igual! César cuelga malhumorado el teléfono. Elena, que ha seguido la conversación, lo abraza. - ¿Vendrán? - Me dice que llamemos a los Bomberos. - ¿No piensan ayudarnos? - No es de incumbencia de ellos. Me han preguntado, si molesta, si roba... ¡Ridículo! Ridículo mundo. Nadie piensa en nadie. En cuanto le cuentas a uno un problema, lo único que desea es que acabes pronto para poderse ir. Tal vez el doctor venga pronto; he hablado con él desde la ventana. Tenía que asistir a un parto... Pero, tan solo, «tal vez» como el pintor y mi amigo el biólogo... - ¡Llama a los Bomberos! ¡Llama a todas las partes! Alguien... alguien nos atenderá. - ¿Tú crees? Elena no contesta. - Bien, probaremos. - ¿Dónde está el fuego? - Calma, se trata de... - ¿No hay fuego? ¿Es una broma? - Fuego, fuego... ¡Algo peor! - Un derrumbamiento... ¿Peor que el fuego? No es posible. - Han de venir urgentemente para acabar con una mancha que hay en la pared. ¡Espere, no es una mancha! - Le advierto que si piensa divertirse a costa nuestra le costará caro. - Hablo en serio, señor, demasiado en serio. ¡Y estoy cansado de que nadie me haga caso! - O sea, que ya se ha dirigido a otros organismos. - Sí. - Y le han tomado por un loco... - Pues... exactamente... - ¡Lo está! - Se lo ruego, un momento. Yo... Pero el bombero ya ha colgado. Mira desesperado a Elena. - Me ha dicho... que estoy loco. - Tampoco ellos. Y ahora, ¿a quién? - ¿Y si estamos locos? ¿Será todo producto de alucinaciones nuestras? - ¡Eso no es cierto! Lo que han visto nuestros ojos existe. - Nadie nos comprende. - Lo mejor será irnos. A un hotel. - Tengo clavada aquí esa criatura - señala la cabeza -. No me iré sin saber qué es. Elena, al oír la llamada, abre la puerta. Aparece ante ella el doctor, que busca aparatosamente las gafas por sus bolsillos. - ¡Ajá! Ha sido un buen parto... un buen parto. Me siento feliz. Un nuevo ser siempre hace feliz a un doctor. Y hasta es guapo. Eso sí, un chico guapo. Ehhh... ¿preocupados? - ¿No se acuerda? - le pregunta César. - La verdad es que me he dado cuenta, de pura casualidad de que había quedado en pasar por aquí. Pero ¡qué distraído soy!... en estos momentos... - Una mancha que crece, que crece, ¡que crece! - ¡Ah, ya! Veamos de qué se trata. La mancha se extiende ya por el suelo y por el techo. - ¿La ve? ¡Es monstruosa! Y ahí, en su centro, palpita. - Me pondré las gafas... Ando bastante mal de la vista. El doctor se acerca a la mancha y la va a tocar. - ¡No lo haga! - exclama César. - Joven, usted tiene la virtud de asustarme. El doctor toca la mancha. Retira la mano con un gesto de asco. - ¡Viscosa! - Ya le advertí... - Parece viva... - ¿Qué podemos hacer? - Un animal... - ¡Qué cosas, doctor! Un animal... - Elena, rocíe un trapo con gasolina. Ella se va. César le susurra: - Doctor, estoy asustado. - ¡No sea ingenuo! Esto ha de tener una explicación sencilla, lógica, natural... ¿O cree en fantasmas? - Al menos los fantasmas son incorpóreos. - Debe ser resistente. - ¡Y tanto! - Vamos, vamos..., tenga paciencia. - Me trata usted como a un enfermo. - En el fondo, todos estamos enfermos de algo... Elena entra con el trapo. El doctor lo prende y lo arroja al centro de la mancha. - ¿Y qué consigue así? - le pregunta César. - Esto acabará con la mancha. Pero el fuego se apaga y la mancha prosigue palpitando. - ¡Qué terca es la Naturaleza algunas veces! - exclama el doctor -. curioso, curioso. Si se tratara de un ser vivo hubiera tenido que dar muestras ante el fuego... - ¿La Naturaleza? Esto es antinatural... Algo nuevo, distinto, diferente... La mancha llega a los pies del doctor. - ¡Cuidado! - grita Elena, dando un empujón al hombre. El doctor retrocede y se la caen las gafas. - ¡Qué contrariedad! Están rotas... Sin gafas soy incapaz de hacer nada, absolutamente nada. - Dígame a mí... - Mañana, mañana será todo más lúcido. ¡Qué pena de gafas! - ¿Va a dejar esto así, conformándose con haberle lanzado un trapo ardiendo? - No hay peligro... ¿O quiere que le tome el pulso? - ¡Es usted médico! - Miren, lo más prudente es que descansen. - ¿Con esa criatura? - Dejen la puerta cerrada. En cuanto amanezca compraré unas gafas. Y ya veremos qué se puede hacer. - Mañana, Mañana... Mañana se reunirán aquí un puñado de gente... ¡Pero mañana puede ser tarde! - ¡No sea melodramático! César cierra la puerta tras el doctor con evidente enojo. - Despertarás a los vecinos - le dice Elena. - ¡No importa! - Puede ser que el doctor tenga razón, que lo que necesitamos es descansar. Así, nos agotaremos en vano. César, te lo repito, vámonos de aquí. - ¿Por qué nos habrá caído a nosotros esta desgracia? ¡Acabaré con esa mancha, con esa bestia, con esa criaturas. Abre un mueble y saca un hacha. - ¡No entres, es...! - Una locura, no te lo calles. César abre la puerta del dormitorio lentamente. Desaparece tras de ella. Elena se queda en la sala paralizada, presa de angustia. Y escucha los golpes. Uno, otro... Esteban llama repetidamente a la puerta. Por las escaleras, el doctor vacila en cada peldaño. - Perdone, ¿usted sabe si están los señores Rodríguez? - Me he dormido, me he dormido estúpidamente. ¿Eh, eh? - Si sabe si están los señores Rodríguez? - Pues... ¿Ha llamado? - No contestan. - Habrán salido. Son jóvenes como usted... La vida por delante. Por cierto... yo, ayer, por la noche... ¡Ah, sí! ¡Qué torpeza qué torpeza! Sí, estuve con ellos... - A mí me llamó César. Que si una mancha en la pared... - ¡Recuerdo, recuerdo! Eso, una mancha en la pared. ¿Sabe? Es curioso, curioso. Si no están es que ha desaparecido... Esteban llama otra vez. - No contestan. Vaya con lo que me supuso encontrar un poco de tiempo en el laboratorio para acercarme aquí. - ¿Se va? - Sí, claro. - Entonces ayúdeme a bajar las escaleras. Es que se me rompieron las gafas... ¿Dónde se me rompieron? Qué cabeza, qué cabeza... - Le acompañaré con mucho gusto... A los pocos meses, el mundo fue una mancha roja, que palpitaba.
Benché io apprezzi l’eleganza nel vestire, non bado, di solito, alla perfezione o meno con cui sono tagliati gli abiti dei miei simili. Una sera tuttavia, durante un ricevimento in una casa di Milano conobbi un uomo, dall’apparente età di quarant’anni, il quale letteralmente risplendeva per la bellezza, definitiva e pura, del vestito. Non so chi fosse, lo incontravo per la prima volta, e alla presentazione, come succede sempre, capire il suo nome fu impossibile. Ma a un certo punto della sera mi trovai vicino a lui, e si cominciò a discorrere. Sembrava un uomo garbato e civile, tuttavia con un alone di tristezza. Forse con esagerata confidenza – Dio me ne avesse distolto – gli feci i complimenti per la sua eleganza; e osai perfino chiedergli chi fosse il suo sarto. L’uomo ebbe un sorrisetto curioso, quasi che si fosse aspettato la domanda. «Quasi nessuno lo conosce» disse «però è un gran maestro. E lavora solo quando gli gira. Per pochi iniziati.» «Dimodoché io… ?» «Oh, provi, provi. Si chiama Corticella, Alfonso Corticella, via Ferrara 17.» «Sarà caro, immagino.» «Lo presumo, ma giuro che non lo so. Quest’abito me l’ha fatto da tre anni e il conto non me l’ha ancora mandato.» «Corticella? Via Ferrara 17, ha detto?» «Esattamente» rispose lo sconosciuto. E mi lasciò per unirsi ad un altro gruppo.In via Ferrara 17 trovai una casa come tante altre e come quella di tanti altri sarti era l’abitazione di Alfonso Corticella. Fu lui che venne ad aprirmi. Era un vecchietto, coi capelli neri, però sicuramente tinti. Con mia sorpresa, non fece il difficile. Anzi, pareva ansioso che diventassi suo cliente. Gli spiegai come avevo avuto l’indirizzo, lodai il suo taglio, gli chiesi di farmi un vestito. Scegliemmo un pettinato grigio quindi egli prese le misure, e si offerse di venire, per la prova, a casa mia. Gli chiesi il prezzo. Non c’era fretta, lui rispose, ci saremmo sempre messi d’accordo. Che uomo simpatico, pensai sulle prime. Eppure piú tardi, mentre rincasavo, mi accorsi che il vecchietto aveva lasciato un malessere dentro di me (forse per i troppi insistenti e melliflui sorrisi). Insomma non avevo nessun desiderio di rivederlo. Ma ormai il vestito era ordinato. E dopo una ventina di giorni era pronto Quando me lo portarono, lo provai, per qualche secondo, dinanzi allo specchio. Era un capolavoro. Ma, non so bene perché, forse per il ricordo dello sgradevole vecchietto, non avevo nessuna voglia di indossarlo. E passarono settimane prima che mi decidessi. Quel giorno me lo ricorderò per sempre. Era un martedì di aprile e pioveva. Quando ebbi infilato l’abito – giacca, calzoni e panciotto – constatai piacevolmente che non mi tirava o stringeva da nessuna parte, come accade quasi sempre con i vestiti nuovi. Eppure mi fasciava alla perfezione. Di regola nella tasca destra della giacca io non metto niente, le carte le tengo nella tasca sinistra. Questo spiega perché solo dopo un paio d’ore, in ufficio, infilando casualmente la mano nella tasca destra, mi accorsi che c’era dentro una carta. Forse il conto del sarto? No. Era un biglietto da diecimila lire. Restai interdetto. Io, certo, non ce l’avevo messo. D’altra parte era assurdo pensare a un regalo della mia donna di servizio, la sola persona che, dopo il sarto, aveva avuto occasione-di avvicinarsi al vestito. O che fosse un biglietto falso? Lo guardai controluce, lo confrontai con altri. Più buono di così non poteva essere. Unica spiegazione possibile, una distrazione del Corticella. Magari era venuto un cliente a versargli un acconto, il sarto in quel momento non aveva con sé il portafogli e, tanto per non lasciare il biglietto in giro, l’aveva infilato nella mia giacca, appesa ad un manichino. Casi simili possono capitare. Schiacciai il campanello per chiamare la segretaria. Avrei scritto una lettera al Corticella restituendogli i soldi non miei. Sennonché, e non ne saprei dire il motivo, infilai di nuovo la mano nella tasca. «Che cos’ha dottore? si sente male?» mi chiese la segretaria entrata in quel momento. Dovevo essere diventato pallido come la morte. Nella tasca, le dita avevano incontrato i lembi di un altro cartiglio; il quale pochi istanti prima non c’era. «No, no, niente» dissi. «Un lieve capogiro. Da qualche tempo mi capita. Forse sono un po’ stanco. Vada pure, signorina, c’era da dettare una lettera, ma lo faremo più tardi.» Solo dopo che la segretaria fu andata, osai estrarre il foglio dalla tasca. Era un altro biglietto da diecimila lire. Allora provai una terza volta. E una terza banconota usci. Il cuore mi prese a galoppare. Ebbi la sensazione di trovarmi coinvolto, per ragioni misteriose, nel giro di una favola come quelle che si raccontano ai bambini e che nessuno crede vere. Col pretesto di non sentirmi bene, lasciai l’ufficio e rincasai. Avevo bisogno di restare solo. Per fortuna, la donna che faceva i servizi se n’era già andata. Chiusi le porte, abbassai le persiane. Cominciai a estrarre le banconote una dopo l’altra con la massima celerità, dalla tasca che pareva inesauribile. Lavorai in una spasmodica tensione di nervi, con la paura che il miracolo cessasse da un momento all’altro. Avrei voluto continuare per tutta la sera e la notte, fino ad accumulare miliardi. Ma a un certo punto le forze mi vennero meno.Dinanzi a me stava un mucchio impressionante di banconote. L’importante adesso era di nasconderle, che nessuno ne avesse sentore. Vuotai un vecchio baule pieno di tappeti e sul fondo, ordinati in tanti mucchietti, deposi i soldi, che via via andavo contando.Erano cinquantotto milioni abbondanti. Mi risvegliò al mattino dopo la donna, stupita di trovarmi sul letto ancora tutto vestito. Cercai di ridere, spiegando che la sera prima avevo bevuto un po’ troppo e che il sonno mi aveva colto all’improvviso. Una nuova ansia: la donna mi invitava a togliermi il vestito per dargli almeno una spazzolata. Risposi che dovevo uscire subito e che non avevo tempo di cambiarmi. Poi mi affrettai in un magazzino di abiti fatti per comprare un altro vestito, di stoffa simile; avrei lasciato questo alle cure della cameriera; il “mio”, quello che avrebbe fatto di me, nel giro di pochi giorni, uno degli uomini più potenti del mondo, l’avrei nascosto in un posto sicuro. Non capivo se vivevo in un sogno, se ero felice o se invece stavo soffocando sotto il peso di una fatalità troppo grande. Per la strada, attraverso l’impermeabile, palpavo continuamente in corrispondenza della magica tasca. Ogni volta respiravo di sollievo. Sotto la stoffa rispondeva il confortante scricchiolio della carta moneta. Ma una singolare coincidenza raffreddò il mio gioioso delirio. Sui giornali del mattino campeggiava la notizia di una rapina avvenuta il giorno prima. Il camioncino blindato di una banca che, dopo aver fatto il giro delle succursali, stava portando alla sede centrale i versamenti della giornata, era stato assalito e svaligiato in viale Palmanova da quattro banditi. All’accorrere della gente, uno dei gangster, per farsi largo, si era messo a sparare. E un passante era rimasto ucciso. Ma soprattutto mi colpì l’ammontare dei bottino: esattamente cinquantotto milioni (come i miei).Poteva esistere un rapporto fra la mia improvvisa ricchezza e il colpo brigantesco avvenuto quasi contemporaneamente? Sembrava insensato pensarlo. E io non sono superstizioso. Tuttavia il fatto mi lasciò molto perplesso. Più si ottiene e più si desidera. Ero già ricco, tenuto conto delle mie modeste abitudini. Ma urgeva il miraggio di una vita di lussi sfrenati. E la sera stessa mi rimisi al lavoro. Ora procedevo con più calma e con minore strazio dei nervi. Altri centotrentacinque milioni si aggiunsero al tesoro precedente. Quella notte non riuscii a chiudere occhio. Era il presentimento di un pericolo? O la tormentata coscienza di chi ottiene senza meriti una favolosa fortuna? O una specie di confuso rimorso? Alle prime luci balzai dal letto, mi vestii e corsi fuori in cerca di un giornale. Come lessi, mi mancò il respiro. Un incendio terribile, scaturito da un deposito di nafta, aveva semidistrutto uno stabile nella centralissima via San Cloro. Fra l’altro erano state divorate dalle fiamme le casseforti di un grande istituto immobiliare, che contenevano oltre centotrenta milioni in contanti. Nel rogo, due vigili del fuoco avevano trovato la morte. Devo ora forse elencare uno per uno i miei delitti? Sì, perché ormai sapevo che i soldi che la giacca mi procurava, venivano dal crimine, dal sangue, dalla disperazione, dalla morte, venivano dall’inferno. Ma c’era pure dentro di me l’insidia della ragione la quale, irridendo, rifiutava di ammettere una mia qualsiasi responsabilità. E allora la tentazione riprendeva, e allora la mano – era così facile! – si infilava nella tasca e le dita, con rapidissima voluttà, stringevano i lembi del sempre nuovo biglietto. I soldi, i divini soldi! Senza lasciare il vecchio appartamento (per non dare nell’occhio), mi ero in poco tempo comprato una grande villa, possedevo una preziosa collezione di quadri, giravo in automobili di lusso, e, lasciata la mia ditta per “motivi di salute”, viaggiavo su e giù per il mondo in compagnia di donne meravigliose. Sapevo che, ogniqualvolta riscuotevo denari dalla giacca, avveniva nel mondo qualcosa di turpe e doloroso. Ma era pur sempre una consapevolezza vaga, non sostenuta da logiche prove. Intanto, a ogni mia nuova riscossione, la coscienza mia si degradava, diventando sempre più vile. E il sarto? Gli telefonai per chiedere il conto, ma nessuno rispondeva. In via Ferrara, dove andai a cercarlo, mi dissero che era emigrato all’estero, non sapevano dove. Tutto dunque congiurava a dimostrarmi che, senza saperlo, io avevo stretto un patto col demonio. Finché nello stabile dove da molti anni abitavo, una mattina trovarono una pensionata sessantenne asfissiata col gas; si era uccisa per aver smarrito le trentamila lire mensili riscosse il giorno prima (e finite in mano mia). Basta, basta! per non sprofondare fino al fondo dell’abisso, dovevo sbarazzarmi della giacca. Non già cedendola ad altri, perché l’obbrobrio sarebbe continuato (chi mai avrebbe potuto resistere a tanta lusinga?). Era indispensabile distruggerla. In macchina raggiunsi una recondita valle delle Alpi. Lasciai l’auto su uno spiazzo erboso e mi incamminai su per un bosco. Non c’era anima viva. Oltrepassato il bosco, raggiunsi le pietraie della morena. Qui, fra due giganteschi macigni, dal sacco da montagna trassi la giacca infame, la cosparsi di petrolio e diedi fuoco. In pochi minuti non rimase che la cenere. Ma all’ultimo guizzo delle fiamme, dietro di me – pareva a due o tre metri di distanza – risuonò una voce umana: « Troppo tardi, troppo tardi! ». Terrorizzato, mi volsi con un guizzo da serpente. Ma non si vedeva nessuno. Esplorai intorno, saltando da un pietrone all’altro, per scovare il maledetto. Niente. Non c’erano che pietre. Nonostante lo spavento provato, ridiscesi al fondo valle con un senso di sollievo. Libero, finalmente. E ricco, per fortuna. Ma sullo spiazzo erboso, la mia macchina non c’era più. E, ritornato che fui in città, la mia sontuosa villa era sparita; al suo posto, un prato incolto con dei pali che reggevano l’avviso «Terreno comunale da vendere». E i depositi in banca, non mi spiegai come, completamente esauriti. E scomparsi, nelle mie numerose cassette di sicurezza, i grossi pacchi di azioni. E polvere, nient’altro che polvere, nel vecchio baule. Adesso ho ripreso stentatamente a lavorare, me la cavo a mala pena, e, quello che è più strano, nessuno sembra meravigliarsi della mia improvvisa rovina. E so che non è ancora finita. So che un giorno suonerà il campanello della porta, io andrò ad aprire e mi troverò di fronte, col suo abbietto sorriso, a chiedere l’ultima resa dei conti, il sarto della malora.
Las monjas tenían prohibido escalar los muros del convento, porque al otro lado estaban sus perros guardianes que eran fieros y bravos como una manada de lobos hambrientos. Pero el huerto del convento era tan bello y sus frutas tan apetitosas, que todos los años surgía un imprudente que escalaba las paredes y moría a dentelladas. Una tarde se nos cayó la pelota dentro del convento y Ernesto y yo la divisamos desde lo alto del muro, al pie de una morera majestuosa. Gritamos, llamamos a las monjitas, silbamos a los perros y lanzamos piedras a través de los negros ventanucos sin cristales. Pero nada. Entonces Ernesto decidió bajar por la morera y me prometió que no tardaría, que lanzaría el balón sobre la muralla y volvería a trepar corriendo. Yo le vi descender y patear la pelota, y también vi cómo salieron aullando desde una especie de claustro que más parecía una madriguera. Eran negros, crueles y veloces. Mientras corría a la casa para avisarle a papá, pude escuchar sus masticaciones, sus gruñidos como rezos y letanías bestiales. Según la policía las monjitas no oyeron nada, porque estaban merendando al otro lado del convento. Las pobres tenían la boca como ensangrentada por culpa de las moras. Papá enloqueció y un día saltó el muro armado para acabar con los perros, pero después de una batalla feroz volví a escuchar sus ladridos como carcajadas y el crujido de los huesos en sus mandíbulas. De mi padre apenas quedaron algunos despojos, y encima fue acusado de disparar contra las inocentes monjitas. Pero esta vez pude verles mejor desde lo alto del muro y no descansaré hasta acabar con esas alimañas. Especialmente con la más gorda, la que se santiguaba mientras comía.
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La última clase es siempre la peor. El cansancio acumulado durante la mañana finalmente vence nuestras fuerzas y nos oprime contra los pupitres. Hoy ha sido otro día vacío de significados, tal vez porque el gran hueco que deja el autoengaño al desvanecerse no puede ser ocupado por las pasajeras afectividades cotidianas. El profesor expone en voz alta su interesante monólogo sobre la lógica kantiana. Al igual que los escritores, los filósofos son seres curiosamente extraños. Todos parecen escandalizarse ante la simplicidad del monótono ciclo de la vida y, para evitar la desesperación, dedican su tiempo a la creación de posibilidades razonables, mundos paralelos, complejas interconexiones conceptuales de difícil comprensión, realidades no acontecidas y toda una extensa gama de metafísicas ridículamente humanas; como si lo que es pudiera adentrarse un poquito en lo que jamás podrá llegar a ser. Aquel que no reconoce sus límites está irremisiblemente condenado a chocar contra ellos, y los ahogados bufidos de la clase parecen confirmar lo que pienso. Al mirar por la ventana puedo captar la fluctuación de memorias olvidadas, sin sentido ni rumbo en el subconsciente. El aire dobla las malas hierbas que crecen junto al edificio y el cielo parece cubierto de ceniza; es muy probable que llueva. Estoy empezando a sentirme mal. La cabeza me da vueltas, las formas parecen desdibujarse en manchas difusas ante mis ojos. Un agudo malestar constriñe ni vientre; creo que estoy enfermando por momentos. Con gran esfuerzo consigo ponerme en pie -todos giran sus inexpresivos rostros hacia el novedoso estímulo- señalando la puerta con una mano mientras apoyo la otra sobre la mesa para no caer de bruces en el suelo. El profesor hace un indescriptible movimiento con su brazo sin interrumpir su discurso, que yo interpreto como la concesión del permiso para abandonar el aula, aunque de igual modo podría ser un recurso más de su repertorio gestual, tan histriónicamente explotado en la explicación de sus abstracciones. Cierro la puerta a mi espalda y me dirijo hacia los servicios a paso ligero. Algo está bullendo, cambiando en mi interior, pero no siento ningún dolor. Comienza a escocerme el brazo derecho. Desabrocho la manga de mi camisa y, para mi sorpresa, compruebo que tengo el antebrazo despellejado, en carne viva; puedo ver el fino entramado de vasos sanguíneos que recorren mi extremidad descubierta, aunque sigo sin sentir el más mínimo dolor. Un intenso olor a orín me golpea al entrar en la estancia de azulejos blancos. Antes de llegar a los lavabos una repentina arcada convulsiona mi cuerpo y vomito un espeso líquido negro. Caigo de rodillas al suelo con los brazos extendidos para evitar el terrible golpe y mi brazo derecho se rompe con un sonoro crujido. Al incorporarme veo mi brazo astillado flotando en el charco oscuro. Tambaleándome intento volver hacia la clase. Una nueva arcada recorre mi tembloroso cuerpo. La masa de mis intestinos rasga la carne, rompiendo la camisa, irrumpiendo al exterior; en un acto reflejo, intento inútilmente mantenerla en su lugar con mi brazo izquierdo. No sé lo que está ocurriéndome, no siento nada. Toda mi epidermis comienza a replegarse sobre sí misma como pergamino viejo y mi carne se cae a pedazos a cada paso. El maxilar inferior se desprende de mi cráneo y mi ojo derecho queda colgando del nervio óptico; lo arranco con un rápido tirón para no perder la estabilidad visual. El dolor físico es ahora sólo el recuerdo de una sensación inexistente. Entre no pocos esfuerzos consigo abrir la puerta del aula. Durante una décima de segundo, mi único ojo percibe fugazmente todos los rostros de los alumnos, justo un instante anterior a su transformación en máscaras de puro terror. Intento hablar, pero me resulta imposible. Gritos inconcebibles inundan la clase cuando la percepción colectiva se hace real y efectiva. Muchos caen desvanecidos sobre sus mesas, otros quedan paralizados por el horror. Mi aspecto ha de ser espantoso, aunque lo cierto es que, mentalmente, sigo siendo yo. Me arrastro lentamente hacia la tarima del profesor, que yace sobre ella con los ojos en blanco. Tras de mí escucho los aullidos dementes de los que consiguen escapar, cada vez más lejanos, reverberando por los amplios pasillos vacíos. Mi cuerpo carece ya de los elementos y energía que lo sustentaban normalmente y caigo hacia delante, decapitándome con el borde de la mesa del profesor; mi cabeza queda encima, cerca de la ventana. Soy sólo consciencia. Soy materia insensible. Puedo ver sobre las montañas del horizonte una bandada de pájaros alejándose. El cielo que todo lo cubre está hilvanado con nubes grises. Mañana lloverá.
1 Mi madre contaba que mi abuela era loca, loca de amarrar. Que se perdía abandonando a sus hijos de pecho, mientras mi abuelo, montado en su caballo, la buscaba cuesta arriba y cuesta abajo, revólver al cinto y látigo en mano. Cuando mi abuela volvía a casa, después de varios días y varias noches, tenía la ropa en jirones, los pies descalzos y las trenzas desatadas por el viento. Y aunque no lloraba ni se quejaba, cargaba heridas en el cuerpo y en el alma. 2 Mi madre contaba que mi abuela era loca, loca de temer. Aullaba como una loba mirando la luna y trepaba por las paredes como mujer araña. Abría los ojos grandes, muy grandes, y enseñaba las uñas y los dientes en actitud de ataque. Se acercaba a la cama de sus hijos y, al verlos dormidos, les ponía el frío metal del cuchillo en el cuello y susurraba entre dientes: Ustedes no son niños, sino lechones concebidos por el diablo. Después salía al patio, levantaba las manos al cielo y maldecía a Dios por haberlos parido. 3 Mi madre contaba que mi abuela era loca, loca de remate. Así como desaparecía sin dejar rastro alguno, abandonando a los hijos y al marido, se aparecía en los caseríos aledaños en las noches de luna llena. Quienes la vieron de cerca, dicen que mi abuela, desgreñada y cuchillo en mano, contaba en voz alta de cómo mató a sus padres, a sus hermanos, a su marido y a sus hijos, y de lo mucho que la hizo gozar el diablo, hasta que un día, los vecinos, atándola de pies y manos, la montaron en un burro y la condujeron a un lejano manicomio, donde ahora escribo este cuento.
Soñé que un niño me comía. Desperté sobresaltado. Mi madre me estaba lamiendo. El rabo todavía me tembló durante un rato.
THERE WERE ninety-seven New York advertising men in the hotel, and, the way they were monopolizing the long-distance lines, the girl in 507 had to wait from noon till almost two-thirty to get her call through. She used the time, though. She read an article in a women's pocket-size magazine, called "Sex Is Fun-or Hell." She washed her comb and brush. She took the spot out of the skirt of her beige suit. She moved the button on her Saks blouse. She tweezed out two freshly surfaced hairs in her mole. When the operator finally rang her room, she was sitting on the window seat and had almost finished putting lacquer on the nails of her left hand. She was a girl who for a ringing phone dropped exactly nothing. She looked as if her phone had been ringing continually ever since she had reached puberty. With her little lacquer brush, while the phone was ringing, she went over the nail of her little finger, accentuating the line of the moon. She then replaced the cap on the bottle of lacquer and, standing up, passed her left--the wet--hand back and forth through the air. With her dry hand, she picked up a congested ashtray from the window seat and carried it with her over to the night table, on which the phone stood. She sat down on one of the made-up twin beds and--it was the fifth or sixth ring--picked up the phone. "Hello," she said, keeping the fingers of her left hand outstretched and away from her white silk dressing gown, which was all that she was wearing, except mules--her rings were in the bathroom. "I have your call to New York now, Mrs. Glass," the operator said. "Thank you," said the girl, and made room on the night table for the ashtray. A woman's voice came through. "Muriel? Is that you?" The girl turned the receiver slightly away from her ear. "Yes, Mother. How are you?" she said. "I've been worried to death about you. Why haven't you phoned? Are you all right?" "I tried to get you last night and the night before. The phone here's been--" "Are you all right, Muriel?" The girl increased the angle between the receiver and her ear. "I'm fine. I'm hot. This is the hottest day they've had in Florida in--" "Why haven't you called me? I've been worried to--" "Mother, darling, don't yell at me. I can hear you beautifully," said the girl. "I called you twice last night. Once just after--" "I told your father you'd probably call last night. But, no, he had to-Are you all right, Muriel? Tell me the truth." "I'm fine. Stop asking me that, please." "When did you get there?" "I don't know. Wednesday morning, early." "Who drove?" "He did," said the girl. "And don't get excited. He drove very nicely. I was amazed." "He drove? Muriel, you gave me your word of--" "Mother," the girl interrupted, "I just told you. He drove very nicely. Under fifty the whole way, as a matter of fact." "Did he try any of that funny business with the trees?" "I said he drove very nicely, Mother. Now, please. I asked him to stay close to the white line, and all, and he knew what I meant, and he did. He was even trying not to look at the trees-you could tell. Did Daddy get the car fixed, incidentally?" "Not yet. They want four hundred dollars, just to--" "Mother, Seymour told Daddy that he'd pay for it. There's no reason for--" "Well, we'll see. How did he behave--in the car and all?" "All right," said the girl. "Did he keep calling you that awful--" "No. He has something new now." "What?" "Oh, what's the difference, Mother?" "Muriel, I want to know. Your father--" "All right, all right. He calls me Miss Spiritual Tramp of 1948," the girl said, and giggled. "It isn't funny, Muriel. It isn't funny at all. It's horrible. It's sad, actually. When I think how--" "Mother," the girl interrupted, "listen to me. You remember that book he sent me from Germany? You know--those German poems. What'd I do with it? I've been racking my--" "You have it." "Are you sure?" said the girl. "Certainly. That is, I have it. It's in Freddy's room. You left it here and I didn't have room for it in the--Why? Does he want it?" "No. Only, he asked me about it, when we were driving down. He wanted to know if I'd read it." "It was in German!" "Yes, dear. That doesn't make any difference," said the girl, crossing her legs. "He said that the poems happen to be written by the only great poet of the century. He said I should've bought a translation or something. Or learned the language, if you please." "Awful. Awful. It's sad, actually, is what it is. Your father said last night--" "Just a second, Mother," the girl said. She went over to the window seat for her cigarettes, lit one, and returned to her seat on the bed. "Mother?" she said, exhaling smoke. "Muriel. Now, listen to me." "I'm listening." "Your father talked to Dr. Sivetski." "Oh?" said the girl. "He told him everything. At least, he said he did--you know your father. The trees. That business with the window. Those horrible things he said to Granny about her plans for passing away. What he did with all those lovely pictures from Bermuda--everything." "Well?" said the girl. "Well. In the first place, he said it was a perfect crime the Army released him from the hospital--my word of honor. He very definitely told your father there's a chance--a very great chance, he said--that Seymour may completely lose control of himself. My word of honor." "There's a psychiatrist here at the hotel," said the girl. "Who? What's his name?" "I don't know. Rieser or something. He's supposed to be very good." "Never heard of him." "Well, he's supposed to be very good, anyway." "Muriel, don't be fresh, please. We're very worried about you. Your father wanted to wire you last night to come home, as a matter of f--" "I'm not coming home right now, Mother. So relax." "Muriel. My word of honor. Dr. Sivetski said Seymour may completely lose contr--" "I just got here, Mother. This is the first vacation I've had in years, and I'm not going to just pack everything and come home," said the girl. "I couldn't travel now anyway. I'm so sunburned I can hardly move." "You're badly sunburned? Didn't you use that jar of Bronze I put in your bag? I put it right--" "I used it. I'm burned anyway." "That's terrible. Where are you burned?" "All over, dear, all over." "That's terrible." "I'll live." "Tell me, did you talk to this psychiatrist?" "Well, sort of," said the girl. "What'd he say? Where was Seymour when you talked to him?" "In the Ocean Room, playing the piano. He's played the piano both nights we've been here." "Well, what'd he say?" "Oh, nothing much. He spoke to me first. I was sitting next to him at Bingo last night, and he asked me if that wasn't my husband playing the piano in the other room. I said yes, it was, and he asked me if Seymour's been sick or something. So I said--" "Why'd he ask that?" "I don't know, Mother. I guess because he's so pale and all," said the girl. "Anyway, after Bingo he and his wife asked me if I wouldn't like to join them for a drink. So I did. His wife was horrible. You remember that awful dinner dress we saw in Bonwit's window? The one you said you'd have to have a tiny, tiny--" "The green?" "She had it on. And all hips. She kept asking me if Seymour's related to that Suzanne Glass that has that place on Madison Avenue--the millinery." "What'd he say, though? The doctor." "Oh. Well, nothing much, really. I mean we were in the bar and all. It was terribly noisy." "Yes, but did--did you tell him what he tried to do with Granny's chair?" "No, Mother. I didn't go into details very much," said the girl. "I'll probably get a chance to talk to him again. He's in the bar all day long." "Did he say he thought there was a chance he might get--you know--funny or anything? Do something to you!" "Not exactly," said the girl. "He had to have more facts, Mother. They have to know about your childhood--all that stuff. I told you, we could hardly talk, it was so noisy in there." "Well. How's your blue coat?" "All right. I had some of the padding taken out." "How are the clothes this year?" "Terrible. But out of this world. You see sequins--everything," said the girl. "How's your room?" "All right. Just all right, though. We couldn't get the room we had before the war," said the girl. "The people are awful this year. You should see what sits next to us in the dining room. At the next table. They look as if they drove down in a truck." "Well, it's that way all over. How's your ballerina?" "It's too long. I told you it was too long." "Muriel, I'm only going to ask you once more--are you really all right?" "Yes, Mother," said the girl. "For the ninetieth time." "And you don't want to come home?" "No, Mother." "Your father said last night that he'd be more than willing to pay for it if you'd go away someplace by yourself and think things over. You could take a lovely cruise. We both thought--" "No, thanks," said the girl, and uncrossed her legs. "Mother, this call is costing a for--" "When I think of how you waited for that boy all through the war-I mean when you think of all those crazy little wives who--" "Mother," said the girl, "we'd better hang up. Seymour may come in any minute." "Where is he?" "On the beach." "On the beach? By himself? Does he behave himself on the beach?" "Mother," said the girl, "you talk about him as though he were a raving maniac--" "I said nothing of the kind, Muriel." "Well, you sound that way. I mean all he does is lie there. He won't take his bathrobe off." "He won't take his bathrobe off? Why not?" "I don't know. I guess because he's so pale." "My goodness, he needs the sun. Can't you make him? "You know Seymour," said the girl, and crossed her legs again. "He says he doesn't want a lot of fools looking at his tattoo." "He doesn't have any tattoo! Did he get one in the Army?" "No, Mother. No, dear," said the girl, and stood up. "Listen, I'll call you tomorrow, maybe." "Muriel. Now, listen to me." "Yes, Mother," said the girl, putting her weight on her right leg. "Call me the instant he does, or says, anything at all funny--you know what I mean. Do you hear me?" "Mother, I'm not afraid of Seymour." "Muriel, I want you to promise me." "All right, I promise. Goodbye, Mother," said the girl. "My love to Daddy." She hung up. "See more glass," said Sybil Carpenter, who was staying at the hotel with her mother. "Did you see more glass?" "Pussycat, stop saying that. It's driving Mommy absolutely crazy. Hold still, please." Mrs. Carpenter was putting sun-tan oil on Sybil's shoulders, spreading it down over the delicate, winglike blades of her back. Sybil was sitting insecurely on a huge, inflated beach ball, facing the ocean. She was wearing a canary-yellow two-piece bathing suit, one piece of which she would not actually be needing for another nine or ten years. "It was really just an ordinary silk handkerchief--you could see when you got up close," said the woman in the beach chair beside Mrs. Carpenter's. "I wish I knew how she tied it. It was really darling." "It sounds darling," Mrs. Carpenter agreed. "Sybil, hold still, pussy." "Did you see more glass?" said Sybil. Mrs. Carpenter sighed. "All right," she said. She replaced the cap on the sun-tan oil bottle. "Now run and play, pussy. Mommy's going up to the hotel and have a Martini with Mrs. Hubbel. I'll bring you the olive." Set loose, Sybil immediately ran down to the flat part of the beach and began to walk in the direction of Fisherman's Pavilion. Stopping only to sink a foot in a soggy, collapsed castle, she was soon out of the area reserved for guests of the hotel. She walked for about a quarter of a mile and then suddenly broke into an oblique run up the soft part of the beach. She stopped short when she reached the place where a young man was lying on his back. "Are you going in the water, see more glass?" she said. The young man started, his right hand going to the lapels of his terry-cloth robe. He turned over on his stomach, letting a sausaged towel fall away from his eyes, and squinted up at Sybil. "Hey. Hello, Sybil." "Are you going in the water?" "I was waiting for you," said the young man. "What's new?" "What?" said Sybil. "What's new? What's on the program?" "My daddy's coming tomorrow on a nairiplane," Sybil said, kicking sand. "Not in my face, baby," the young man said, putting his hand on Sybil's ankle. "Well, it's about time he got here, your daddy. I've been expecting him hourly. Hourly." "Where's the lady?" Sybil said. "The lady?" the young man brushed some sand out of his thin hair. "That's hard to say, Sybil. She may be in any one of a thousand places. At the hairdresser's. Having her hair dyed mink. Or making dolls for poor children, in her room." Lying prone now, he made two fists, set one on top of the other, and rested his chin on the top one. "Ask me something else, Sybil," he said. "That's a fine bathing suit you have on. If there's one thing I like, it's a blue bathing suit." Sybil stared at him, then looked down at her protruding stomach. "This is a yellow," she said. "This is a yellow." "It is? Come a little closer." Sybil took a step forward. "You're absolutely right. What a fool I am." "Are you going in the water?" Sybil said. "I'm seriously considering it. I'm giving it plenty of thought, Sybil, you'll be glad to know." Sybil prodded the rubber float that the young man sometimes used as a head-rest. "It needs air," she said. "You're right. It needs more air than I'm willing to admit." He took away his fists and let his chin rest on the sand. "Sybil," he said, "you're looking fine. It's good to see you. Tell me about yourself." He reached in front of him and took both of Sybil's ankles in his hands. "I'm Capricorn," he said. "What are you?" "Sharon Lipschutz said you let her sit on the piano seat with you," Sybil said. "Sharon Lipschutz said that?" Sybil nodded vigorously. He let go of her ankles, drew in his hands, and laid the side of his face on his right forearm. "Well," he said, "you know how those things happen, Sybil. I was sitting there, playing. And you were nowhere in sight. And Sharon Lipschutz came over and sat down next to me. I couldn't push her off, could I?" "Yes." "Oh, no. No. I couldn't do that," said the young man. "I'll tell you what I did do, though." "What?" "I pretended she was you." Sybil immediately stooped and began to dig in the sand. "Let's go in the water," she said. "All right," said the young man. "I think I can work it in." "Next time, push her off," Sybil said. "Push who off?" "Sharon Lipschutz." "Ah, Sharon Lipschutz," said the young man. "How that name comes up. Mixing memory and desire." He suddenly got to his feet. He looked at the ocean. "Sybil," he said, "I'll tell you what we'll do. We'll see if we can catch a bananafish." "A what?" "A bananafish," he said, and undid the belt of his robe. He took off the robe. His shoulders were white and narrow, and his trunks were royal blue. He folded the robe, first lengthwise, then in thirds. He unrolled the towel he had used over his eyes, spread it out on the sand, and then laid the folded robe on top of it. He bent over, picked up the float, and secured it under his right arm. Then, with his left hand, he took Sybil's hand. The two started to walk down to the ocean. "I imagine you've seen quite a few bananafish in your day," the young man said. Sybil shook her head. "You haven't? Where do you live, anyway?" "I don't know," said Sybil. "Sure you know. You must know. Sharon Lipschutz knows where she lives and she's only three and a half." Sybil stopped walking and yanked her hand away from him. She picked up an ordinary beach shell and looked at it with elaborate interest. She threw it down. "Whirly Wood, Connecticut," she said, and resumed walking, stomach foremost. "Whirly Wood, Connecticut," said the young man. "Is that anywhere near Whirly Wood, Connecticut, by any chance?" Sybil looked at him. "That's where I live," she said impatiently. "I live in Whirly Wood, Connecticut." She ran a few steps ahead of him, caught up her left foot in her left hand, and hopped two or three times. "You have no idea how clear that makes everything," the young man said. Sybil released her foot. "Did you read `Little Black Sambo'?" she said. "It's very funny you ask me that," he said. "It so happens I just finished reading it last night." He reached down and took back Sybil's hand. "What did you think of it?" he asked her. "Did the tigers run all around that tree?" "I thought they'd never stop. I never saw so many tigers." "There were only six," Sybil said. "Only six!" said the young man. "Do you call that only?" "Do you like wax?" Sybil asked. "Do I like what?" asked the young man. "Wax." "Very much. Don't you?" Sybil nodded. "Do you like olives?" she asked. "Olives--yes. Olives and wax. I never go anyplace without 'em." "Do you like Sharon Lipschutz?" Sybil asked. "Yes. Yes, I do," said the young man. "What I like particularly about her is that she never does anything mean to little dogs in the lobby of the hotel. That little toy bull that belongs to that lady from Canada, for instance. You probably won't believe this, but some little girls like to poke that little dog with balloon sticks. Sharon doesn't. She's never mean or unkind. That's why I like her so much." Sybil was silent. "I like to chew candles," she said finally. "Who doesn't?" said the young man, getting his feet wet. "Wow! It's cold." He dropped the rubber float on its back. "No, wait just a second, Sybil. Wait'll we get out a little bit." They waded out till the water was up to Sybil's waist. Then the young man picked her up and laid her down on her stomach on the float. "Don't you ever wear a bathing cap or anything?" he asked. "Don't let go," Sybil ordered. "You hold me, now." "Miss Carpenter. Please. I know my business," the young man said. "You just keep your eyes open for any bananafish. This is a perfect day for bananafish." "I don't see any," Sybil said. "That's understandable. Their habits are very peculiar." He kept pushing the float. The water was not quite up to his chest. "They lead a very tragic life," he said. "You know what they do, Sybil?" She shook her head. "Well, they swim into a hole where there's a lot of bananas. They're very ordinary-looking fish when they swim in. But once they get in, they behave like pigs. Why, I've known some bananafish to swim into a banana hole and eat as many as seventy-eight bananas." He edged the float and its passenger a foot closer to the horizon. "Naturally, after that they're so fat they can't get out of the hole again. Can't fit through the door." "Not too far out," Sybil said. "What happens to them?" "What happens to who?" "The bananafish." "Oh, you mean after they eat so many bananas they can't get out of the banana hole?" "Yes," said Sybil. "Well, I hate to tell you, Sybil. They die." "Why?" asked Sybil. "Well, they get banana fever. It's a terrible disease." "Here comes a wave," Sybil said nervously. "We'll ignore it. We'll snub it," said the young man. "Two snobs." He took Sybil's ankles in his hands and pressed down and forward. The float nosed over the top of the wave. The water soaked Sybil's blond hair, but her scream was full of pleasure. With her hand, when the float was level again, she wiped away a flat, wet band of hair from her eyes, and reported, "I just saw one." "Saw what, my love?" "A bananafish." "My God, no!" said the young man. "Did he have any bananas in his mouth?" "Yes," said Sybil. "Six." The young man suddenly picked up one of Sybil's wet feet, which were drooping over the end of the float, and kissed the arch. "Hey!" said the owner of the foot, turning around. "Hey, yourself We're going in now. You had enough?" "No!" "Sorry," he said, and pushed the float toward shore until Sybil got off it. He carried it the rest of the way. "Goodbye," said Sybil, and ran without regret in the direction of the hotel. The young man put on his robe, closed the lapels tight, and jammed his towel into his pocket. He picked up the slimy wet, cumbersome float and put it under his arm. He plodded alone through the soft, hot sand toward the hotel. On the sub-main floor of the hotel, which the management directed bathers to use, a woman with zinc salve on her nose got into the elevator with the young man. "I see you're looking at my feet," he said to her when the car was in motion. "I beg your pardon?" said the woman. "I said I see you're looking at my feet." "I beg your pardon. I happened to be looking at the floor," said the woman, and faced the doors of the car. "If you want to look at my feet, say so," said the young man. "But don't be a God-damned sneak about it." "Let me out here, please," the woman said quickly to the girl operating the car. The car doors opened and the woman got out without looking back. "I have two normal feet and I can't see the slightest God-damned reason why anybody should stare at them," said the young man. "Five, please." He took his room key out of his robe pocket. He got off at the fifth floor, walked down the hall, and let himself into 507. The room smelled of new calfskin luggage and nail-lacquer remover. He glanced at the girl lying asleep on one of the twin beds. Then he went over to one of the pieces of luggage, opened it, and from under a pile of shorts and undershirts he took out an Ortgies calibre 7.65 automatic. He released the magazine, looked at it, then reinserted it. He cocked the piece. Then he went over and sat down on the unoccupied twin bed, looked at the girl, aimed the pistol, and fired a bullet through his right temple.
CUANDO mi madre me contó lo que le sucedía, se apoderó de mí una tremenda duda y una preocupación que iba en aumento, aun cuando yo trataba de no pensar en ello. Veinte días antes, mi madre se había fracturado una pierna al perder pie en la escalera de nuestra casa. Fue un verdadero triunfo conseguir una habitación en el Hospital de Santa Rosa, el mejor de todos los sanatorios de la ciudad. Como yo tenía urgente necesidad de salir de viaje, precisaba acomodar a mamá en un buen sitio donde disfrutara de toda clase de atenciones y cuidados. Sin embargo, yo experimentaba remordimientos por dejarla sola en un hospital, agobiada por el yeso y los dolores de la fractura. Pero mi trabajo en Tractors and Agricultural Machinery Co. me exigía ese viaje. Como inspector de ventas debía controlar, de tiempo en tiempo, las diferentes zonas que abarcaban los agentes viajeros, pues generalmente sucedía que algunos de los vendedores no trabajaban exhaustivamente sus plazas, en tanto que otros competidores realizaban magníficas ventas. Mi trabajo me gustaba y la compañía se había mostrado siempre muy generosa conmigo, "valioso elemento", según el criterio de los jefes. Me habían otorgado un magnífico sueldo y me dispensaban muchas consideraciones. En estas circunstancias, yo no podía negarme cuando me necesitaban. La única solución que hallé fue dejar a mi madre en un buen sanatorio, al cuidado de una enfermera especial. Durante las tres semanas que duró mi viaje el Hospital me tuvo al tanto, diariamente, de la salud de mi madre. Las noticias que recibía eran bastante favorables, con excepción de "un aumento en la temperatura que se presenta después de media noche, acompañado de una marcada alteración nerviosa". El día de mi regreso me presenté en la oficina tan sólo para avisar de mi llegada y corrí al Hospital a ver a mamá. Cuando ella me vio lanzó un extraño grito, que no era una exclamación de sorpresa ni de alegría. Era el grito que puede dar quien se encuentra en el interior de una casa en llamas y mira aparecer a un salvador. Así lo sentí yo. Era la hora de la comida. Con gran sorpresa comprobé que mamá casi no probaba bocado, no obstante que tenía enfrente su platillo favorito: chuletas de cerdo ahumadas y puré de espinacas. Estaba pálida, demacrada, y sus manos inquietas y temblorosas delataban el estado de sus nervios. Yo no me explicaba qué le había sucedido. Siempre había sido una mujer serena, controlada, optimista. Desde la muerte de mi padre, diez años atrás, vivíamos solos con la servidumbre en nuestra enorme casa. No obstante que adoraba a mi padre, logró sobreponerse a su ausencia. Desde entonces nos identificamos de tal modo que llegamos a ser como una sola persona y jueces severos uno del otro. Su vida era sencilla y sin preocupaciones económicas. Con la herencia de mi padre y mi trabajo podíamos vivir con holgura. Los sirvientes se ocupaban totalmente de la casa, y mi madre disponía de todo su tiempo, el cual distribuía en visitas, compras, el salón de belleza, bridge una o dos veces por semana, teatro, cine... En tres semanas mi madre había sufrido un cambio notable. Era una desconocida. Comprobé entonces aquella alteración nerviosa de la que me habían informado. Cuando la enfermera salió con la bandeja de la comida, casi intacta, me dijo de pronto en voz muy baja, pero llena de angustia y desesperación: "Querido mío, necesito hablarte. Me pasa algo terrible, pero nadie más debe saberlo. Nadie más ha de darse cuenta. Ven mañana, te lo suplico. A la una de la tarde. Cuando la enfermera salga a comer podremos hablar." La dejé, con la promesa de regresar al día siguiente. Muy preocupado por el aspecto de mi madre me fui a ver al médico que la atendía. La señora sufre de un agotamiento nervioso, ocasionado por la impresión de la caída, el traumatismo inevitable de los accidentes —me dijo, sin darle mucha importancia. Yo le expliqué entonces que mi madre nunca se había dejado impresionar a tal punto por nada. —Hay que tomar en cuenta también la edad de su madre —dijo—. Frecuentemente se ven casos de mujeres serenas y controladas que, cuando llegan a cierta edad, se tornan excitables y sufren manifestaciones histéricas...— Salí del consultorio descontento y nervioso. Las opiniones del doctor no habían logrado convencerme. Aquella noche no dormí, ni pude ir a la oficina al día siguiente. Antes de la una estuve en el hospital. Mamá tenía los ojos enrojecidos e inflamados los párpados; supuse que había llorado. Al quedarnos solos me dijo: —He vivido los días más angustiosos que puedas imaginar. Y sólo a ti puedo confiar lo que me sucede. Tú serás el único juez que me salve o me condene. (Ser el uno juez del otro lo habíamos jurado al morir mi padre). —Creo que he perdido la razón —me dijo de pronto, con los ojos llenos de lágrimas—. Le tomé las manos con ternura. — Cuéntamelo todo, todo —le supliqué. —Fue al día siguiente de tu partida, por la noche. Estaba preparándome para dormir, cuando entró en el cuarto Lulú, la enfermera nocturna, a darme una medicina que tomo a la medianoche. Recuerdo que me puso la píldora en la boca con una cucharilla y me ofreció un vaso con agua. Tragué la píldora y en ese momento, no sé por qué, miré hacia el espejo del ropero y... Mamá interrumpió bruscamente su relato y se cubrió la cara con las manos. Traté de calmarla acariciándole los cabellos. Cuando se descubrió la cara y pude ver sus ojos un estremecimiento recorrió mi cuerpo. Permanecimos un rato en silencio como dos extraños, uno frente al otro. No le pregunté lo que había pasado, ni lo que había visto o creído ver en el espejo. Real o imaginado, debía ser algo tremendo para lograr desquiciarla hasta ese grado. —Creo que grité y después perdí el sentido —continuó diciendo mamá—. A la mañana siguiente pensé que todo había sido un sueño. Pero por la noche, a la misma hora, volvió a suceder y lo mismo sucede noche a noche... Después de esta plática con mi madre también yo comencé a vivir los días más angustiosos de mi existencia. Perdí el interés por mi trabajo; me sentía cansado y lento. Durante las horas que pasaba en la oficina me convertía en un autómata. “Creo que he perdido la razón..." El relato interrumpido, la angustia transformando su rostro, su desesperación, giraban de continuo en mi mente. "Cuando la enfermera Lulú me dio la pastilla miré hacia el espejo..." Traté de apartar de su mente el temor que yo mismo empezaba a sentir. Le prometí aclararlo todo y devolverle la tranquilidad y la confianza en sí misma. Dadas las condiciones en que se encontraba, los médicos decidieron que necesitaba mayor reposo, y sólo me permitieron visitarla miércoles y domingos. Yo pasaba los días y la mayor parte de las noches tratando de encontrar alguna explicación a todo aquello, y la forma de remediarlo. Un día pensé que tal vez a mi madre le desagradaba la enfermera Lulú, en forma consciente o inconsciente, o le recordaba alguna vivencia de su infancia, provocando esto aquella extraña situación. Inmediatamente fui a ver a la jefa de enfermeras para suplicarle que cambiara a la enfermera de noche. Creí haber acertado. La señorita Eduwiges sustituyó a la enfermera Lulú, con gran satisfacción de mi parte. Esto sucedió un jueves y tuve que esperar hasta el domingo para saber el resultado del cambio. El domingo desperté temprano y me vestí sin tardanza. Quería estar a las diez en punto de la mañana en el hospital Desayuné de prisa, bastante nervioso. Por el camino compré unos claveles. A mamá le gustaban mucho las flores y le entusiasmaba que se las obsequiaran. Se había hecho arreglar con todo cuidado para recibirme, pero ningún cosmético podía borrar las huellas del tormento interior, que la estaba consumiendo. —Y bien —le dije cuando nos quedamos solos -¿Te ha sido simpática la nueva enfermera? —Sí. Es educada, atenta, pero... —¿Pero qué?... —Sigue sucediendo lo mismo. No es ella ni la otra. Nadie tiene la culpa, es el espejo, el espejo... Esto fue todo lo que pude averiguar. Mamá no podía relatarme más. El solo recuerdo de "aquello" la desquiciaba totalmente. Nunca me había sentido más deprimido y desesperado que ese domingo, cuando salí del hospital. Entonces decidí cambiar a mi madre a otro sanatorio, no obstante que resultaba difícil su traslado y se corría el riesgo de estropear el yeso. Pero no podía dejarla así, consumiéndose día a día. Tal vez en otro sitio se tranquilizara y olvidase aquella pesadilla. Su cuarto de hospital era bueno, de los mejores que había allí. Escrupulosamente limpio y con muebles cuidados y agradables. Y el espejo era tan sólo el espejo de un ropero. Bajo ningún aspecto resultaba deprimente aquel cuarto, lleno de luz y soleado, con una ventana al jardín. Sin embargo, a ella podía no gustarle y predisponer si; ánimo para aquella situación. Durante días busqué, en los ratos que mi trabajo me dejaba libres, un buen lugar donde llevarla. En los sanatorios de primera no había sitio, y sí muchas solicitudes, que eran atendidas por riguroso turno. Y en los sanatorios donde encontraba lugar, los cuartos eran deprimentes y hasta sórdidos. No era posible llevar a mamá, en el estado en que se hallaba, a un sitio donde sólo se agravaría su trastorno. Ese día llegué al hospital muy desilusionado. Temía entrar en el cuarto de mamá y darle la noticia de que no había encontrado dónde cambiarla. Ella estaba terriblemente pálida y decaída. Parecía la sombra, el recuerdo de una hermosa y sana mujer. Hablábamos los dos con dificultad, con grandes pausas, dando vueltas y rodeos, esquivando la verdad. Cuando por fin le dije que no era posible sacarla de allí, se llevó el pañuelo a la boca y sollozó, lenta y dolorosamente, como el que sabe que no hay salvación posible. El viento penetraba por la ventana abierta y era también pesado y sombrío como aquella tarde de octubre. El fuerte olor de los tilos que llenaba el cuarto me asfixiaba. Ella seguía sollozando, ahora sordamente. Su dolor y su desesperanza me entorpecían y destrozaban. Haría todo por salvarla, por no abandonarla en aquel abismo. Sentía que la noche había caído sobre ella, cubriéndola, y ella se revolvía entre sombras, indefensa, sola... Resolví entonces permanecer a su lado y rescatarla. Pedí que me pusieran una cama adicional y avisé que la acompañaría por las noches. A nadie le sorprendió mi decisión. Aquella noche, primera que pasé en el hospital con mamá, cenamos carnero al horno y puré de papa, compota de manzana y café con leche y bizcochos. Mi madre se había recobrado mucho con mi sola presencia. Cenó con regular apetito. Después fumamos varios cigarrillos, tal como lo acostumbrábamos en casa, y charlamos tranquilamente. Hacia las diez de la noche entró en el cuarto la señorita Eduwiges para arreglar la cama de mamá y revisar que la pierna fracturada estuviera en correcta posición para la noche. Yo las observé con gran atención, pero la actitud de ambas resultaba completamente normal. Miré hacia el espejo. Allí se reflejaba la imagen de la señorita Eduviges, alta, muy delgada, casi huesuda. En su cara amable, enmarcada por sedoso cabello castaño, destacaban los gruesos lentes de miope. El espejo reflejó por algunos minutos aquella imagen, exacta, fiel... Mi madre estaba en calma y sin tensión aparente. Seguimos platicando y haciendo proyectos: nuestra casa necesitaba, desde hacía tiempo, un buen arreglo. Desde la muerte de papá no le habíamos hecho nada. Yo sugería encomendar la reparación a un buen arquitecto, pero mamá opinaba que eso nos resultaría .muy costoso y proponía que era mejor conseguir algunos operarios y nosotros mismos dirigir la obra según nuestro deseo... Eran pasadas las once de la noche y yo empezaba a sentirme inquieto ante la proximidad de los acontecimientos. Comencé a desnudarme lentamente y con todo cuidado para evitar que algún movimiento brusco denunciara mi nerviosidad y mi madre se diera cuenta. Quería ante todo comunicarle calma. Doblé los pantalones, siguiendo el hilo de la raya, y los coloqué sobre el respaldo de la silla, junto con el saco y la camisa. Ya en pijama me tendí sobre la cama sin deshacerla todavía. Desde allí dominaba, sin ninguna dificultad, la cama de mamá y el espejo. Después de las once y media mamá comenzó a inquietarse. Movía las manos constantemente, las apretaba, se las llevaba hacia la cara. Su frente estaba húmeda. No pudo seguir conversando. Unos minutos antes de las doce de la noche llegó la señorita Eduwiges, trayendo una charolita con un vaso de agua y una pastilla en una cuchara. Cuando ella entró me incorporé sobre las almohadas para observar mejor. Ella llegó hasta la cama de mamá y, a tiempo que le decía: "¿Cómo se siente la señora?", le acercaba a la boca la cuchara con la pastilla y hacía que la tomara. En ese momento mamá gritó. Miré el espejo, allí no se reflejaba la imagen de Eduwiges. El espejo estaba totalmente deshabitado y oscuro, ensombrecido de pronto. Sentí que algo se rebullía en mi interior, tal vez el estómago, y se contraía; después experimenté un gran vacío dentro de mi igual que en el espejo... —¡Qué pasa señora, qué pasa! Oí que decía la enfermera. Yo no podía apartar la vista del espejo. Ahora tenía la casi seguridad de que de aquel vacío, de aquella nada, iba a surgir algo, no sé qué, pero algo que debía ser inaudito y terrible, algo cuya vista ni yo ni nadie podría soportar... me sentí temblar y un sudor frío corrió por mi frente, aquella angustia que empecé a sentir en el estómago iba creciendo, creciendo, en tal forma que sin poder ya más lancé un grito ahogado y me cubrí la cara con las manos... Oí que la enfermera salía corriendo. Haciendo un poderoso esfuerzo llegué hasta la cama de mamá. Ella temblaba de pies a cabeza. Estaba lívida y su mirada tenía una expresión de extravío. Parecía febril. Le apreté las manos con fuerza, y ella supo entonces que yo había compartido ya aquella terrible cosa. En ese momento volvió la enfermera Eduwiges acompañada por dos médicos. —Siempre sucede lo mismo, noche tías nuche, -dijeron dirigiéndose a mí —a la misma hora se presentan estos trastornos. Yo no les hice ningún comentario, sabía que no podría pronunciar ni una palabra. —Póngale una inyección de Sevenal —le ordenaron a Eduwiges. Después salieron los tres. La enfermera regresó rápidamente con la inyección. Mientras se la aplicaba a mi madre, me atreví a mirar el espejo... allí se reflejaba la imagen de ella, la cama de mamá, mi rostro desencajado. Eran entonces las doce y veinte minutos. Durante cinco días sufrimos, noche a noche, mi madre y yo aquella tremenda cosa del espejo. Yo entendía entonces el cambio sufrido por mi madre, su desesperación, su hermetismo. No había palabras para describir aquella serie de sensaciones que uno iba sintiendo y padeciendo hasta la desesperación. Y cada vez el presentimiento de que algo iba a surgir de pronto, se hacía más cercano, inmediato casi. Y no podríamos soportarlo, lo sabíamos bien. Entonces pensé que la única solución consistiría en cubrir el espejo. Sería como levantar un muro impenetrable. Un muro que nos salvara de... Decidimos cubrir el espejo con una sábana. Cerca de las once de la noche llevé a cabo nuestro plan. Cuando la señorita Eduwiges se presentó, como de costumbre, un poco antes de las doce de la noche, con su pastilla y su vaso de agua, el espejo se encontraba cubierto. Mi madre y yo nos miramos satisfechos de haber acertado. Pero de pronto, bajo la sábana que cubría el espejo, empezaron a trasparentarse figuras informes, masas oscuras que se movían angustiosamente, pesadamente, como si trataran en un esfuerzo desesperado de traspasar un mundo o el tiempo mismo. Entonces sentimos una oscura música dentro de nosotros mismos, una música dolorosa, como gemidos o gritos, tal vez sonidos inarticulados salidos de aquel mundo que habíamos clausurado por nuestra voluntad y temor. Nos descubrimos traspasados por mil espadas de música dolorosa y desesperada... A las doce y cinco todo terminó. Desaparecieron las sombras bajo la sábana y la música cesó. El espejo quedó en calma. La señorita Eduwiges salió del cuarto sorprendida de que mamá no hubiera tenido su acostumbrado ataque. Cuando quedamos solos, me di cuenta de que los dos llorábamos en silencio. Aquellas sombras informes y encarceladas, aquella su lucha desesperada e inútil, nos habían hecho pedazos interiormente. Los dos conocimos entonces toda nuestra insensatez. No volvimos a cubrir más el espejo. Habíamos sido elegidos y, como tales, aceptamos sin rebeldía ni violencia, pero sí con la desesperanza de lo irremediable.
Bandidos asaltan la ciudad de Mexcatle y ya dueños del botín de guerra emprenden la retirada. El plan es refugiarse al otro lado de la frontera, pero mientras tanto pasan la noche en una casa en ruinas, abandonada en el camino. A la luz de las velas juegan a los naipes. Cada uno apuesta las prendas que ha saqueado. Partida tras partida, el azar favorece al Bizco, quien va apilando las ganancias debajo de la mesa: monedas, relojes, alhajas, candelabros... Temprano por la mañana el Bizco mete lo ganado en una bolsa, la carga sobre los hombros y agobiado bajo ese peso sigue a sus compañeros, que marchan cantando hacia la frontera. La atraviesan, llegan sanos y salvos a la encrucijada donde han resuelto separarse y allí matan al Bizco. Lo habían dejado ganar para que les transportase el pesado botín.
Voici ce que le sacristain de l’église Sainte-Eulalie, à la Neuville-d’Aumont, m’a conté sous la treille du Cheval-Blanc, par une belle soirée d’été, en buvant une bouteille de vin vieux à la santé d’un mort très à son aise, qu’il avait le matin même porté en terre avec honneur, sous un drap semé de belles larmes d’argent. — Feu mon pauvre père (c’est le sacristain qui parle) était de son vivant fossoyeur. Il avait l’esprit agréable, et c’était sans doute un effet de son état, car on a remarqué que les personnes qui travaillent dans les cimetières sont d’humeur joviale. La mort ne les effraie point : ils n’y pensent jamais. Moi qui vous parle, monsieur, j’entre dans un cimetière, la nuit, aussi tranquillement que sous la tonnelle du Cheval-Blanc. Et si, d’aventure, je rencontre un revenant, je ne m’en inquiète point, par cette considération qu’il peut bien aller à ses affaires comme je vais aux miennes. Je connais les habitudes des morts et leur caractère. Je sais à ce sujet des choses que les prêtres eux-mêmes ne savent pas. Et si je contais tout ce que j’ai vu, vous seriez étonné. Mais toutes les vérités ne sont pas bonnes à dire, et mon père, qui pourtant aimait à conter des histoires, n’a pas révélé la vingtième partie de ce qu’il savait. En revanche, il répétait souvent les mêmes récits, et il a bien narré cent fois, à ma connaissance, l’aventure de Catherine Fontaine. Catherine Fontaine était une vieille demoiselle qu’il lui souvenait d’avoir vue quand il était enfant. Je ne serais point étonné qu’il y eût encore dans le pays jusqu’à trois vieillards qui se rappellent avoir ouï parler d’elle, car elle était très connue et de bon renom, quoique pauvre. Elle habitait, au coin de la rue aux Nonnes, la tourelle que vous pouvez voir encore et qui dépend d’un vieil hôtel à demi détruit qui regarde sur le jardin des Ursulines. Il y a sur cette tourelle des figures et des inscriptions a demi effacées. Le défunt curé de Sainte-Eulalie, M. Levasseur, assurait qu’il y est dit en latin que l’amour est plus fort que la mort. Ce qui s’entend, ajoutait-il, de l’amour divin. Catherine Fontaine vivait seule dans ce petit logis. Elle était dentellière. Vous savez que les dentelles de nos pays étaient autrefois très renommées. On ne lui connaissait ni parents ni amis. On disait qu’à dix-huit ans elle avait aimé le jeune chevalier d’Aumont-Cléry, à qui elle avait été secrètement fiancée. Mais les gens de bien n’en voulaient rien croire et ils disaient que c’était un conte qui avait été imaginé parce que Catherine Fontaine avait plutôt l’air d’une dame que d’une ouvrière, qu’elle gardait sous ses cheveux blancs les restes d’une grande beauté, qu’elle avait l’air triste et qu’on lui voyait au doigt une de ces bagues sur lesquelles l’orfèvre a mis deux petites mains unies, et qu’on avait coutume, dans l’ancien temps, d’échanger pour les fiançailles. Vous saurez tout à l’heure ce qu’il en était. Catherine Fontaine vivait saintement. Elle fréquentait les églises, et chaque matin, quelque temps qu’il fît, elle allait entendre la messe de six heures à Sainte-Eulalie. Or, une nuit de décembre, tandis qu’elle était couchée dans sa chambrette, elle fut réveillée par le son des cloches ; ne doutant point qu’elles sonnassent la messe première, la pieuse fille s’habilla et descendit dans la rue, où la nuit était si sombre qu’on ne voyait point les maisons et que pas une lueur ne se montrait dans le ciel noir. Et il y avait un tel silence dans ces ténèbres que pas seulement un chien n’aboyait au loin et qu’on s’y sentait séparé de toute créature vivante. Mais Catherine Fontaine, qui connaissait chaque pierre où elle posait le pied et qui aurait pu aller à l’église les yeux fermés, atteignit sans peine l’angle de la rue des Nonnes et de la rue de la Paroisse, là où s’élève la maison de bois qui porte un arbre de Jessé, sculpté sur une poutre. Arrivée à cet endroit, elle vit que les portes de l’église étaient ouvertes et qu’il en sortait une grande clarté de cierges. Elle continua de marcher et, ayant franchi le porche, elle se trouva dans une assemblée nombreuse qui emplissait l’église. Mais elle ne reconnaissait aucun des assistants, et elle était surprise de voir tous ces gens vêtus de velours et de brocart, avec des plumes au chapeau et portant l’épée à la mode des anciens temps. Il y avait là des seigneurs qui tenaient de hautes cannes à pommes d’or et des dames avec une coiffe de dentelle attachée par un peigne en diadème. Des chevaliers de Saint-Louis donnaient la main à ces dames qui cachaient sous l’éventail un visage peint, dont on ne voyait que la tempe poudrée et une mouche au coin de l’œil ! Et tous, ils allaient se ranger à leur place sans aucun bruit, et l’on n’entendait, tandis qu’ils marchaient, ni le son des pas sur les dalles ni le frôlement des étoffes. Les bas-côtés s’emplissaient d’une foule de jeunes artisans, en veste brune, culotte de basin et bas bleus, qui tenaient par la taille des jeunes filles très jolies, roses, les yeux baissés. Et, près des bénitiers, des paysannes en jupe rouge, le corsage lacé, s’asseyaient par terre avec la tranquillité des animaux domestiques, tandis que des jeunes gars, debout derrière elles, ouvraient de gros yeux en tournant entre leurs doigts leur chapeau. Et tous ces visages silencieux semblaient éternisés dans la même pensée, douce et triste. Agenouillée à sa place coutumière, Catherine Fontaine vit le prêtre s’avancer vers l’autel, précédé de deux desservants. Elle ne reconnut ni le prêtre, ni les clercs. La messe commença. C’était une messe silencieuse, où l’on n’entendait point le son des lèvres qui remuaient, ni le tintement de la sonnette vainement agitée. Catherine Fontaine se sentait sous la vue et sous l’influence de son voisin mystérieux, et, l’ayant regardé sans presque tourner la tête, elle reconnut le jeune chevalier d’Aumont-Cléry, qui l’avait aimée et qui était mort depuis quarante-cinq ans. Elle le reconnut à un petit signe qu’il avait sous l’oreille gauche et surtout à l’ombre que ses longs cils noirs faisaient sur ses joues. Il était vêtu de l’habit de chasse, rouge, à galons d’or, qu’il portait le jour où, l’ayant rencontrée dans le bois de Saint-Léonard, il lui avait demandé à boire et pris un baiser. Il avait gardé sa jeunesse et sa bonne mine. Son sourire montrait encore des dents de jeune loup. Catherine lui dit tout bas : — Monseigneur, qui fûtes mon ami et à qui je donnai jadis ce qu’une fille a de plus cher, Dieu vous ait en sa grâce ! Puisse-t-il m’inspirer enfin le regret du péché que j’ai commis avec vous ; car il est vrai qu’en cheveux blancs et près de mourir, je ne me repens pas encore de vous avoir aimé. Mais, ami défunt, mon beau seigneur, dites-moi qui sont ces gens à la mode du vieux temps qui entendent ici cette messe silencieuse. Le chevalier d’Aumont-Cléry répondit d’une voix plus faible qu’un souffle et pourtant plus claire que le cristal : — Catherine, ces hommes et ces femmes sont des âmes du purgatoire qui ont offensé Dieu en péchant comme nous par l’amour des créatures, mais qui ne sont point pour cela retranchées de Dieu, parce que leur péché fut, comme le nôtre, sans malice. « Tandis que, séparés de ce qu’ils aimaient sur la terre, ils se purifient dans le feu lustral du purgatoire, ils souffrent les maux de l’absence, et cette souffrance est pour eux la plus cruelle. Ils sont si malheureux qu’un ange du ciel prend pitié de leur peine d’amour. Avec la permission de Dieu, il réunit chaque année, pendant une heure de nuit, l’ami à l’amie dans leur église paroissiale, où il leur est permis d’entendre la messe des ombres en se tenant par la main. Telle est la vérité. S’il m’est donné de te voir ici avant ta mort, Catherine, c’est une chose qui ne s’est pas accomplie sans la permission de Dieu. Et Catherine Fontaine lui répondit : — Je voudrais bien mourir pour redevenir belle comme aux jours, mon défunt seigneur, où je te donnais à boire dans la forêt. Pendant qu’ils parlaient ainsi tout bas, un chanoine très vieux faisait la quête et présentait un grand plat de cuivre aux assistants qui y laissaient tomber tour à tour d’anciennes monnaies qui n’ont plus cours depuis longtemps : écus de six livres, florins, ducats et ducatons, jacobus, nobles à la rose, et les pièces tombaient en silence. Quand le plat de cuivre lui fut présenté, le chevalier mit un louis qui ne sonna pas plus que les autres pièces d’or ou d’argent. Puis le vieux chanoine s’arrêta devant Catherine Fontaine, qui fouilla dans sa poche sans y trouver un liard. Alors, ne voulant refuser son offrande, elle détacha de son doigt l’anneau que le chevalier lui avait donné la veille de sa mort, et le jeta dans le bassin de cuivre. L’anneau d’or, en tombant, sonna comme un lourd battant de cloche et, au bruit retentissant qu’il fit, le chevalier, le chanoine, le célébrant, les clercs, les dames, les cavaliers, l’assistance entière s’évanouit ; les cierges s’éteignirent et Catherine Fontaine demeura seule dans les ténèbres. Ayant achevé de la sorte son récit, le sacristain but un grand coup de vin, resta un moment songeur et puis reprit en ces termes : — Je vous ai conté cette histoire telle que mon père me l’a contée maintes fois, et je crois qu’elle est véritable parce qu’elle est conforme à tout ce que j’ai observé des mœurs et des coutumes particulières aux trépassés. J’ai beaucoup pratiqué les morts depuis mon enfance et je sais que leur usage est de revenir à leurs amours. C’est ainsi que les morts avaricieux errent, la nuit, près des trésors qu’ils ont cachés de leur vivant. Ils font bonne garde autour de leur or ; mais les soins qu’ils se donnent, loin de leur servir, tournent à leur dommage, et il n’est pas rare de découvrir de l’argent enfoui dans la terre en fouillant la place hantée par un fantôme. De même les maris défunts viennent tourmenter, la nuit, leurs femmes mariées en secondes noces, et j’en pourrais nommer plusieurs qui, morts, ont mieux gardé leurs épouses qu’ils n’avaient fait vivants. Ceux-là sont blâmables, car, en bonne justice, les défunts ne devraient point faire les jaloux. Mais je vous rapporte ce que j’ai observé. C’est à quoi il faut prendre garde quand on épouse une veuve. D’ailleurs, l’histoire que je vous ai contée est prouvée dans la manière que voici : Le matin, après cette nuit extraordinaire, Catherine Fontaine fut trouvée morte dans sa chambre. Et le suisse de Sainte-Eulalie trouva dans le plat de cuivre qui servait aux quêtes une bague d’or avec deux mains unies. D’ailleurs, je ne suis pas homme à faire des contes pour rire. Si nous demandions une autre bouteille de vin !…
El salón estaba obscuro, muy obscuro. Los espejos cegados por la obscuridad no reflejaban en sus colosales pupilas los buques chinos de marfil, los dorados muebles, las sedosas cortinas, ni las caprichosas licoreras y chucherías que adornaban los chineros. En la puerta del salón, como dos hujieres medievales, estaban reflexionando, de pie sobre sus pedestales de mármol, envueltos en la gasa intangible de las tinieblas, Dante, en su actitud hierática, con el dedo sobre los labios, y Petrarca recostado sobre su lira. La araña como una inmensa plomada de cristal, se descolgaba largamente del techo, y cada vez que un carruaje estremecía el salón, con su escandaloso rodar sobre las piedras de la calle, interrumpía el silencio con el tintineo de sus prismas sonoros. El riquísimo Pleyel, abierta su bocaza de madera, reía sin ruido haciendo jugar sobre su larga hilera de dientes ese átomo de luz que siempre existe disuelto en toda obscuridad. Parecía una inmensa cabeza de hotentote risueño. Lejanos relojes daban campanadas cuyos ecos se colaban por las junturas de puertas y ventanas, y resbalando sobre la alfombra de Bruselas iban a perderse en las demás habitaciones. Luego... nuevamente el silencio. Dieron las tres, y una de las puertas se entreabrió y penetró en el salón una sombra, lentamente, arrastrándose como un gnomo curioso que caminaba con precaución para no hacer ruido. Subió al piano, y caminando sobre el teclado, produjo una escala imperfecta. Probablemente le disgustó al gnomo su poco disposición para la música, porque inmediatamente se alejó y fue a esconderse a uno de los sillones. Poco después se estremeció el aire encajonado del salón con unos ruidos extraños que venían del sitio en que se había ocultado el gnomo: un frou-frou constante y desesperado, sollozos ahogados, gritos de dolor que se revolvían en un gruñido sordo. Se hubiera creído que el gnomo, herido de muerte, se revolcaba sobre la seda en una agonía lenta y dolorosa. Dante hundió su mirada de águila en la obscuridad y Petrarca levantó la cabeza; pero no se veía nada. El sillón estaba a sus espaldas, y en la imposibilidad de ver, volvieron a su actitud meditabunda. En la habitación contigua una muchacha, rubia como los trigos, estaba en un lecho adornado con angelitos, temblando de miedo. Se despertó a los gritos del piano mortificado con las pisadas del gnomo. —¡Oh, Dios mío! —pensó—; ladrones. Y se quedó fría, inmóvil, conteniendo la respiración, sin atreverse a hacer el menor movimiento para no atraer la atención de los ladrones. ¡Si se movía, la matarían para que no avisase! De pronto llegó a sus oídos un prolongado gemido, extrahumano, como los que la imaginación popular supone que salen de los labios de las almas en pena. La muchacha se estremeció, presa de indecible espanto; quiso gritar: —¡Abuela, abuela... luz... están penando en el salón! Pero se le ahogó la voz, movió los labios; mas la lengua ni la garganta quisieron obedecerla. Con los cabellos erizados y los ojos desmesuradamente abiertos, esperaba a cada segundo sentir la impresión de frialdad de una calavera que se acostara sobre su misma almohada; veía en el aire canillas que se cruzaban, largas túnicas por cuyas mangas voladas salían brazos y manos óseas. Aterrorizada se tapó la cabeza y se estuvo así, escuchando gemidos y rodeada de horribles visiones, hasta que por el tejido de la sobrecama vio colarse un estirado rayito de luz matinal como un alambre de oro. Eran las seis de la mañana. Se destapó medrosa aún, pero poco a poco se tranquilizó: de día las ánimas en pena vuelven al cementerio. A las siete su abuela, una viejecita de andar ligero a pesar de sus setenta años, estaba ya levantada y caminando por toda la casa. —Buenos días, ¡a levantarse! —Buenos días, abuelita —contestó la linda rubia, besando la mano de la anciana. Tenía la muchacha quince años y unos labios frescos y rosados, bajo los que había una nidada simétrica de perlas. Sus senos virginales, duros y redondos, comenzaban a darle aspecto de mujer y levemente levantaban la alba camisa de dormir, menos blanca que su piel suavísima. El miedo y el insomnio de la pasada noche habían dejado una línea azulada bajo sus rasgados ojos de cielo. La abuela notó las ojeras de la doncella y se lo dijo; ella iba a referirla lo de las penas, pero se contuvo: sabía que su abuela se reiría de sus miedos y no la creería... Levantóse, y después de bañarse, entró en el salón a repasar una lección de piano... El salón estaba claro, muy claro. Grandes haces de luz se precipitaban por las ventanas teatinas en el afán de penetrar todos a las vez. Luego se desbandaban sobre los muebles haciendo brillar la seda. Los espejos se hacían todo ojos y, ansiosos de ver, reflejaban en las lunas venecianas los buques chinos, las mesas, las chucherías que llenaban los chineros, todo, todo cuanto podía caber en sus colosales pupilas. Dante, bañado en esa inundación de luz que daba tintes y brillones amarillentos a su gran túnica de bronce, continuaba en su actitud hierática, con el índice recostado en su labio inferior, y Petrarca se preparaba a tañer la lira. Sobre los cuadros de las paredes, sobre las alfombras y los muebles celebraban la fiesta de la luz, la apoteosis del Sol, una infinidad de espectrillos solares despedidos de los irisados prismas de la araña, que revoloteaba inquietos como alegres pajecillos de Febo vestidos con túnicas policrómicas, en tanto que al piano, con la risa congelada, dejaba juguetear francamente sobre sus dientes de marfil la luz que se precipitaba de las ventanas... Entró la rubia con la cabecita despeinada y húmeda, de la que caía sobre sus espaldas una muda catarata de oro. Había olvidado ya sus terrores y sólo pensaba en repasar su lección: una linda melodía de Godefroy, que debía saber a las once, cuando viniera el profesor. Se sentó en el banquillo de altura variable, recorrió el teclado y comenzó a brotar del marfil un raudal de armonías encantadoras. ¡Oh!, el hotentote estaba contentísimo, y al sentir las caricias de esos blancos dedos diminutos y ágiles rompía en las más melodiosa de sus risas. —¡Miau! ¡miau! —oyó la rubia a sus espaldas, y giró rápidamente; luego dio un grito de repugnancia y sorpresa y corrió gritando: —¡Abuela, abuela, venga usted a ver!... Sobre el sillón estaba echada una gata dirigiendo a todas partes la mirada de sus redondos ojazos amarillos. Tres gatitos con los ojos cerrados; grises, cabezones, estaban prendidos por el hociquillo rosáceo de las hinchadas ubres de la Mirriña. Regresó la rubia con la abuela y una sirvienta. La señora refunfuñó, riñó a la Mirriña por sucia y sin vergüenza, como si la gata pudiera comprenderla; la amenazó con arrojarle los hijos a la alcantarilla, y a punto seguido la buena viejecita ordenó a la sirvienta que la llevara a otro cuarto, con sillón y todo, para que no se maltrataran los hijuelos. El lujoso asiento de valiosa seda y talladuras trabajosas sirvió en adelante de lecho mullido a la Mirriña. Siguió la doncella tocando su melodía de Godefroy, después del incidente. De pronto, la idea de la gata se asoció al recuerdo de las penas y terrores que no la dejaron dormir: entonces se sonrió, y dos hileras de perlas se reflejaron en la charolada caja del piano.
From torched skyscrapers, men grew wings.
En mi pueblo, a causa del clima pluvioso se hizo costumbre el uso de paraguas, especialmente en agosto, mes abundante de lluvias. Por su función ocular, ahora, son imprescindibles en todas las épocas del año. Mi abuelo era paragüero, el más viejo y famoso en su oficio. Nadie ha podido igualar su destreza y la calidad de su trabajo al que se dedico casi todo el tiempo, incluso dejó de dormir para entregarse de lleno a su obsesionante faena. Su taller, ubicado en lo alto de la casa, es un sitio desvencijado a punto de desmoronarse. El reclinado ventanal tiene todos los cristales rotos, de manera que siempre entran los chifones. De día o de noche, mi abuelo trabajaba con viento. Después de muchos años de plegarias, hubo conseguido que siete ánimas en pena se apiadaran de él, encargándose de cuidar los siete cirios que durante las horas nocturnas alumbraban su obraje. Guardianas fieles impedían que las ráfagas apagaran las velas. Así, junto con el silbar de las galernas y los lamentos de las ánimas, el abuelo encontró la música de su inspiración. En los meses de febrero y marzo el viejo se debatía en una cruenta batalla contra los ventarrones. Las sedas negras, inmensas mariposas de mal presagio, se levantaban movilizándose por toda la estancia. Volátiles subían y bajaban, de aquí para al´á, perseguidas por los gritos y las manos del ansiando obrero. Cuando esto sucedía me gustaba espiarlo, porque las imágenes me recordaban los cuentos de mi abuela que decía que durante las tormentas las velas de los barcos se vuelven negras y fúnebres. Los lienzos al aire me hacían pensar en aquellos veleros de sus relatos, oscurantados por la cerrazón de las tempestades, debatiéndose en altamar. Mi abuelo, relacionado con esas metáforas, me parecía un eterno naufrago. El viento rasgaba y deshilachaba las sedas, y a causa de ello, los paraguas confeccionados en febrero y marzo tenían un acaba o en jirones. En la temporada del viento cruel, una larga hilera de mendigos se formaba en la puerta de la casa para adquirirlos como regalo, y aunque bajo ellos no estarían protegidos de la lluvia, les servirían de complementos decorativo para su harapienta vestidura, y sobre todo los librara de la ceguera. En una ocasión marzo fue más violento que nunca, trajo consigo toda la reciedumbre de las galernas y ni siquiera tuvo misericordia de las ánimas en pena, aferradas a la tierra para llorar sus culpas y lamentaciones. El viento retozó con los siete espectros revolcándonos en el espacio y les dijo que las voces de los muertos deben buscar su cielo o su infierno. Cuatro de las ánimas vagarosas fueron ardidas por las llamas de los cirios; quizá cayeron al averno o lograron su purificación. A partir de entonces mi abuelo tuvo que trabajar sólo con la luz de tres cirios cuidados por las ánimas que se escaparon de los vientos y llamas para seguir apegadas a los quehaceres terrenos. Desde la azotea sólo son visibles los paraguas. Mi pueblo no parece habitado por gente sino por murciélagos que avanzan lentos por las calles, y es que las sedas son tan finas como las alas de estos animales. Yo las he tocado y en verdad son muy suaves y delicadas. Los paraguas parecen ser alas de murciélago en perfectas geometrías circulares. Aquí, casi toda la gente es ciega o tuerta, porque con tantos paraguas los ojos se quedan ensartados en los picos de éstos. Algunos son de cinco y otros de siete o nueve puntas. Hay personas que se sienten muy felices porque de cada una cuelga un ojo. Aquí nadie ve con sus propios ojos sino con los que traen engarzados en los quitalluvias. Por eso nunca mueven la cabeza, no tienen necesidad de voltear y bien saben lo que hay tras de ellos o a los costados. Incluso algunos, al ogual que si tuvieran radar, retroceden de espaldas o caminan lateralmente. También por esto se parecen a los murciélagos, avanzan sin chocar, pero en agosto con las lluvias, se apresuran tanto que se sacan los ojos. Diciembre es el mes en que se consiguen las castañas, y en agosto los ojos. Hace Hace tres noches vi salir por el ventanal a las tres ánimas en pena. Poco después se apagaron los cirios. Mi abuelo no repeló de la obscuridad como era su costumbre. Subí y lo encontré muerto, lleno de viento, enredado en sedas negras. Su íntimo trabajo fue un inmenso paraguas en el que mi abuela puso su cadáver y lo lanzó al mar, carabela de la muerte, navío póstumo. Con voz solitaria y dolorosa me dijo que así se lo había pedido porque él siempre deseó ser navegante, pero la tarea de los paraguas lo apartó de su sueño. La ceremonia fue de noche mientras soplaba un leve vientecillo proveniente del sur. La abuela ordenó que los tres nietos ensartáramos nuestros ojos en el sepulcral paraguas con el fin de que el muerto no fuera a la deriva. Obedecimos, y debiendo cubrir los cuatro puntos cardinales, ella que también era tuerta, dio su ojos y lo engarzó en el lado Este para orientarlo hacia la dirección de las cuarenta islas. El viejo siempre deseó viajar por el archipiélago. Aquel paraguas, goleta de quién sabe cuántos sufrimientos se fue navegando nostalgia adentro de la muerte. Hoy en la noche, cuando ya estaba dormido, oí la voz de mi abuelo. Me ordenó seguir con la tarea de los paraguas. Hoy supe que mi infancia ha terminado, que no volveré a dormir ni de día ni de noche. Y estoy aquí en el taller. Trabajo con viento, corto la seda negra y la uno a los metálicos esqueletos geométricos. Trabajo con la luz de un solo cirio y el ánima en pena de mi abuelo llora, canta y cuida que las ráfagas no me apaguen la llama.
Mi ricordo bene. La birreria si chiamava "Il becco giallo". Era piccola, affollata e cercava di assomigliare a un pub inglese con quei muri rivestiti di legno e i boccali appesi sopra il bancone. Sedevo a un tavolo con professori, assistenti e ricercatori dell'università di Bologna. Non li conoscevo bene. Avevo tenuto, quella mattina, alla facoltà di scienze biologiche di Bologna un convegno sulle dinamiche onnonali durante la metamorfosi degli anfibi urodeli. Un successo. Dopo il congresso essendo solo e con l'unica possibilità di ritornarmene in albergo, nella mia squallida cameretta, i colleghi mi avevano invitato ad andare con loro, a bere. Accettai. Bevemmo molta birra e finimmo a parlare di università, di concorsi per ricercatori e di dottorati. L'atmosfera calda e fumosa di quel posto induceva alle chiacchiere, ai pettegolezzi accademici. La solita zuppa. Metti insieme più di due colleghi, non importa quali, geometri, bancari o calciatori, finiranno sempre a parlare di lavoro. Sedeva accanto a me il vecchio e stimato professor Tauri, ordinario della cattedra di biochimica. Un omino grasso e con un nasone a patata e due belle guance rosse rosse che veniva voglia di pizzicargliele. Era insoddisfatto. Sbuffava. A un tratto, afferrò il boccale di birra e lo sbatté sul tavolo più volte come fosse un giudice che picchia il martello per chiedere il silenzio. «Per favore! Non possiamo parlare tutti insieme. Voglio parlare io! Se no me ne vado» ci intimò con la sua aria da tricheco prepotente. «Parli, parli pure, professore» dissi io. Lui si guardò in giro, a controllare che la sua platea fosse attenta, poi allungò il collo da tapiro e disse soddisfatto: «Pane al pane. Vino al vino. Diciamoci le cose come stanno. Gli studenti, i giovani, non lo vogliono capire. Da qui non si cava un ragno dal buco. Se ne devono andare. Via. A studiare da qualche altra parte. La vera ricerca in Italia non si fa. È inutile. Arriviamo sempre due anni dopo. È terribilmente frustrante. Io potevo andare a Berkeley ma mia moglie non ha voluto muoversi. Dice che le si strapperebbero le radici ad andare. Quindi me ne rimango qua, buono buono, ma se fossi un po' più giovane...» A quel punto, dopo quel "la" dato dal barone, tutti presero a dolersi. Incipit lamentatio. E tutto uno schifo. I concorsi sono pilotati, dirottati, drogati, alterati. È la solila merda italiana. Già molto prima del bando ci si accorda per i vincitori. Si rubano soldi per la ricerca. I privati non investono. Non ce professionalità. Non c'è niente. E un baraccone allo sbaraglio. Il professor Tauri chiese la mia opinione. «Sono d'accordo con lei, credo che oramai c'è poco da fare...» dissi e poi, cercando di dare un tono rilassato e oggettivo alle mie parole, continuai: «Anche chi è dotato di una volontà di ferro deve, in ogni caso, fare i conti con una struttura marcia e lottizzata e adeguarsi. Bisogna pur sopravvivere. Chiunque voglia arrivare a insegnare in un'università italiana ha la necessità di legarsi a un professore che detiene un qualche potere politico o accademico, che lo spinga in avanti, che gli faccia da rompighiaccio e lo salvi dagli squali. Anche gli studenti più brillanti e determinati non possono affidarsi esclusivamente alle proprie capacità.» Tutti d'accordo. Annuivano. Ma a un tratto uno strano personaggio, che fino a quel momento era stato in silenzio, in disparte, ad ascoltare, mi interruppe. «Mi scusi, potrei dire una cosa...» disse timidamente. «Prego...» feci io e lo osservai. Aveva gli occhi piccoli e scuri e un naso lungo e appuntilo. In definitiva un aspetto assai tenebroso, forse dovuto anche ai lunghi capelli che cadevano giù corvini coprendogli il viso smilzo. Sapevo bene chi era ma non lo conoscevo di persona. Non ci avevo mai nemmeno parlato. Cornelio Balsamo. Un embriologo sperimentale abbastanza famoso. Studiava la rigenerazione degli arti nei varani di Komodo. Sapevo che aveva amputato zampe a più di mille lucertoloni per vedere i fenomeni di cicatrizzazione. Era venuto alla ribalta proprio per quegli esperimenti truculenti. Il w.w.F. e altre associazioni contro la vivisezione gli si erano scagliate contro ed erano riuscite, in qualche modo, a fermare quella carneficina. «Non sono d'accordo. Non è sempre così» disse Balsamo con parole lapidarie. Aveva una voce bassa e armonica. «Perché? Com'è invece?» insistei io. Doveva essere un evento assai raro sentirlo parlare, poiché anche gli altri che fino ad allora avevano cicalato interrompendosi, sovrapponendosi, si azzittirono e prestarono orecchie a quello che diceva il misterioso personaggio. «Io credo che se si è spinti da un desiderio caparbio, da un amore fortissimo per quello che si studia, si può arrivare, molto, molto in alto nelle gerarchie accademiche e le barriere che si troveranno sulla nostra strada cadranno come per un incanto...» Qui abbiamo un vero ottimista, pensai. L'embriologo sembrava intimorito da tutto quel pubblico. Aveva parlato tenendo sempre lo sguardo in basso, puntato verso il suo boccale di birra. Quel tipo mi incuriosiva. Gli domandai se avesse conosciuto qualcuno che era stato in grado di farlo. Bevve un altro bicchiere mentre tutti noi stavamo intorno silenziosi ad aspettare una risposta. Disse di conoscere una storia che avrebbe cambiato le nostre opinioni. La storia è questa e cercherò di narrarcela nello stesso modo in cui il professor Cornelio Balsamo l'ha raccontata a me quella sera di febbraio a Bologna. È una storia vera e cambierò intenzionalmente i nomi dei protagonisti per proteggere il loro anonimato. Andrea Milozzi studiava scienze biologiche all'Università di Roma. Era iscritto al terzo anno fuori corso e la sua non era stata una carriera accademica brillante. Aveva trovato difficoltà con tutti gli esami più impegnativi. Matematica, fisica, chimica, chimica organica erano stati scogli che avevano piegato la sua determinazione a diventare biologo. Aveva preso ripetizioni, seguito corsi parauniversitari a caro prezzo e dopo diversi tentativi era riuscito a superarli. Non è che non amasse quello che studiava ma l'idea di doversi chiudere in casa, per ore, su quegli aridi testi non lo esaltava per niente. Non era uno sciocco, era semplicemente un giovane che preferiva uscire, divertirsi con gli amici, leggere fumetti e romanzi d'avventura. Ora, finalmente, era giunto all'ultimo e più difficile esame della sua lunga carriera universitaria. Lo scoglio finale. Quello più duro. Dopo, solo la tesi e la sospirata laurea. L'esame di zoologia. Una terribile barriera che si frapponeva fra lui e la fine. Un ostacolo insormontabile, gigantesco. Andrea per tre volte lo aveva tentato ma ogni volta era stato respinto, bocciato, rimandato a casa. Perché non riusciva a superarlo? Perché imparare il nome di tutti quegli animaletti insignificanti gli costava più fatica che scaricare cassette ai mercati generali. Lo stomaco gli si rivoltava quando si trovava ad affrontare la tassonomia dei crostacei, la pelle gli si accapponava quando doveva imparare l'anatomia dei cirripedi. La ragione per cui detestava di più quella materia arida come un deserto di pietre era che richiedeva solo uno sforzo mnemonico e null'altro. Diecimila nomi latini, duemila organi con le stesse funzioni ma chiamati in maniera diversa per ogni organismo apposta per scoraggiare i poveri studenti. Insomma un esame più per un computer che per un essere umano. Nonostante tutto questo, aveva studiato tanto, tantissimo e si era imposto di farcela. Nell'ultimo mese aveva smesso di uscire, di vedere Paola, la sua ragazza, di fare tutto il resto. Voleva assolutamente superarlo. Andrea Milozzi studiava scienze biologiche all'Università di Roma. Era iscritto al terzo anno fuori corso e la sua non era stata una carriera accademica brillante. Aveva trovato difficoltà con tutti gli esami più impegnativi. Matematica, fisica, chimica, chimica organica erano stati scogli che avevano piegato la sua determinazione a diventare biologo. Aveva preso ripetizioni, seguito corsi parauni-versitari a caro prezzo e dopo diversi tentativi era riuscito a superarli. Non è che non amasse quello che studiava ma l'idea di doversi chiudere in casa, per ore e ore, su quegli aridi testi non lo esaltava per niente. Non era uno sciocco, era semplicemente un giovane che preferiva uscire, divertirsi con gli amici, leggere fumetti e romanzi d'avventura. Ora, finalmente, era giunto all'ultimo e più difficile esame della sua lunga carriera universitaria. Lo scoglio finale. Quello più duro. Dopo, solo la tesi e la sospirata laurea. L'esame di zoologia. Una terribile barriera che si frapponeva fra lui e la fine. Un ostacolo insormontabile, gigantesco. Andrea per tre volte lo aveva tentato ma ogni volta era stato respinto, bocciato, rimandato a casa. Perché non riusciva a superarlo? Perché imparare il nome di tutti quegli animaletti insignificanti gli costava più fatica che scaricare cassette ai mercati generali. Lo stomaco gli si rivoltava quando si trovava ad affrontare la tassonomia dei crostacei, la pelle gli si accapponava quando doveva imparare l'anatomia dei cirripedi. La ragione per cui detestava di più quella materia arida come un deserto di pietre era che richiedeva uno sforzo mnemonico e null'altro. Dodicimila nomi latini, duemila organi con le stesse funzioni ma chiamati in maniera diversa per ogni organismo apposta per scoraggiare i poveri studenti. Insomma, un esame più per un computer che per un essere umano. Nonostante tutto questo, aveva studiato tanto, tantissimo e si era imposto di farcela. Nell'ultimo mese aveva smesso di uscire, di vedere Paola, la sua ragazza, di fare tutto il resto. Voleva assolutamente superarlo. Andrea correva sul suo Ciao nella notte gelata. Mancavano meno di dodici ore all'esame e sentiva la strizza salirgli su lenta e inesorabile come una marea dei paesi del Nord. Tornava dalla casa di un compagno di università che abitava a Monteverde. Esattamente dall'altra parte della città rispetto alla sua. Era rimasto lì tutto il giorno e alla fine il ripasso si era trasformato in una specie di quiz spaccabudella che non aveva niente da invidiare a «Lascia o raddoppia». Guardò l'orologio. Mezzanotte e venti. Tardi! La città dormiva silenziosa e solo poche macchine sfrecciavano nel freddo della notte. Si fermò a un semaforo rosso. Ripassò mentalmente le prove che aveva portato Darwin per dimostrare l'evoluzione della specie. Poi passò a esporsi la teoria della deriva genetica. Verde. Stava ripartendo quando a un tratto sentì dei lamenti, delle invocazioni di aiuto rompere il silenzio. Sul principio non se ne era accorto, tutto assorto a ricordarsi l'anno della pubblicazione dell'Origine della specie. Era il 1859 o il 1863? Si fece più attento. I lamenti venivano da un vicolo laterale chiuso in un buio impenetrabile. Voci. "Credo che adesso la smetterai di venire a dormire qui, straccione di merda, negro del cazzo. Beccati questa... e questa..." "Per favore... Che cosa vi ho fatto? Ahhhh ahhhh, vi prego, lasciatemi andare, non tornerò più a dormire... lo giuro. Ahhhhhaahhhh" una voce con accento straniero. Stavano picchiando qualcuno. Andrea lo capì subito. Che cosa doveva fare? Continuare dritto? Oppure andare a vedere che cosa succedeva? Muoviti! Non sono affari tuoi! È questo che in situazioni del genere viene più facile da pensare. Domani c'ho l'esame. Il più importante della mia vita. Avvertì la paura invadergli le trame dei tessuti e arrotolargli lo stomaco. Sì, meglio andarsene. "Aiuto! Aiuto! Vi prego..." sentì mugugnare ancora. Fece qualche metro ma poi si fermò. Non fare il vigliacco. Vai a vedere che succede. Tornò indietro, spense il motorino e lo mise sul cavalletto. Sebbene Andrea non fosse uno studente eccezionale era una brava persona. Non sopportava la violenza e per natura si schierava dalla parte dei più deboli. Le urla continuavano e le voci anche. Erano più d'una, probabilmente un gruppo. "Forza, dagliene ancora". "Guarda come striscia... Alzati. Sii uomo". Andrea si avvicinò lentamente. Guardò all'interno del vicolo. Non si vedeva niente. Avanzò a passi incerti. Poi attraverso le tenebre intravide tre figure, scure, in cerchio, intorno a un corpo steso a terra. Si avvicinò ancora. Solo il bagliore della città riflesso dalle nuvole rischiarava un po' la scena. Camminò lentamente, insicuro di voler proseguire. L'adrenalina gli eccitava il cuore. La vietta era stretta e piena di scatoloni di cartone e rifiuti che ostruivano il passaggio. L'unica funzione di quella strada era dividere due palazzoni che ne formavano i lati. I tre continuavano a prendere a calci quello a terra. Oramai sembrava più un fagotto senza vita che un essere umano. "Allora?! Che state facendo? Lo volete lasciare andare..." disse Andrea con voce indecisa e tremolante. Si stupì di avere parlato. Quelle parole gli erano uscite senza essersene neanche accorto. I tre si fermarono, si girarono stupiti e lo videro. Silenzio. Sembravano increduli. Come cazzo era possibile che qualcuno potesse infastidirli mentre loro ripulivano le strade dai rifiuti umani? "Forza, dài, lasciatelo andare. Non vedete che è solo un barbone?" ripeté Andrea, facendosi coraggio e sentendo la sua voce vibrare come una corda di violino. "Che vuoi? Questi non sono affari che ti riguardano, vedi d'andartene che è meglio" disse uno alto, con i capelli rasati, jeans e un giubbotto gonfio e nero. Andrea non riusciva a vederlo in faccia. "Che cosa vi hai fatto?" "Forse non ci senti bene. Te ne devi andare" disse un altro, vestito nella stessa maniera, solo più basso e più scuro. "Siete in tre e ve la prendete con uno più debole, siete dei veri leoni..." Erano solo fascistelli da strada. "A stronzo! Vie' qua! Fatti vedere!" disse quello alto e poi rivolgendosi a quello a terra: "Hai visto, negraccio di merda? Sei contento? È arrivato il tuo salvatore. Hai fatto bene a chiedere aiuto. Adesso te lo aggiustiamo noi a Charles Bronson..." I tre si lanciarono uno sguardo d'intesa e poi urlarono tutti insieme: "Pigliamolo!" E si lanciarono all'inseguimento. Andrea si girò su se stesso e partì sparato verso la via più grande. Sentiva il rumore degli anfibi dietro di lui che sbattevano pesanti sul selciato. tum tum tum tum. Arrivato su viale Regina Elena, Andrea cercò con gli occhi qualcuno che potesse aiutarlo. La notte a Roma le strade sono deserte e certo bisogna essere ingenui o terrorizzati com'era Andrea in quel momento per credere di trovare qualcuno che potesse dargli una mano. Nessuno ti aiuta! Infatti sfrecciarono due o tre macchine e videro sicuramente Andrea inseguito dai naziskin, ma non si fermarono. Normale! Prima regola di sopravvivenza: fatti i cazzi tuoi! Andrea se li sentiva alle costole. Questi fasci correvano come dannati. Su quella strada era da giorni che gli operai tentavano di riparare una perdita alle tubature dell'acqua e avevano scavato una lunga e profonda buca dimenticandosi di illuminarla. Fu in quella che Andrea cadde storcendosi una caviglia. Tentò di rialzarsi, di riprendere a correre, fottendosene del dolore lancinante ma la gamba non rispondeva più. Un'inutile appendice di pongo. I tre si fermarono accanto a lui, piegati dalla corsa, a riprendere fiato. "Che fai, ti fermi? Non ce la fai più? Anche tu come il culo nero hai incominciato a strisciare?" disse boccheggiando quello alto. Doveva essere il capo. "Che volete farmi" fece Andrea con la voce rotta dalla paura. "Massacratte!" rispose quello più basso, con un sorriso da bambino buono. Lo tirarono su afferrandolo per i capelli e lo trascinarono come un sacco fino al vicolo. Non volevano farsi vedere. Lo portarono vicino al nero che stava ancora a terra e cercava di rialzarsi. Quando il poveretto li rivide avanzare nel buio, marziali, cattivi, credette che erano tornati per lui, per finire il lavoro che avevano interrotto. Implorò di non ucciderlo. "Ho capito. Ho capito. Lo giuro!" ripeteva frignando. Ma non erano tornati per lui. Erano tornati per Andrea, volevano insegnargli la prima regola, farsi gli affari suoi. Andrea provò a liberarsi, senza riuscirci. Lo spilungone lo teneva stretto per i capelli. Le fitte di dolore gli percorrevano la gamba come treni impazziti. Lo lasciavano senza respiro. Se la doveva essere rotta quella fottuta caviglia. E la paura lo stava immobilizzando come un coniglio di fronte ai fari della macchina. Lo presero a calci, rompendogli un paio di costole e poi con una catena lo percossero sulla schiena. Nessuna pietà. Andrea, caparbiamente, mentre loro lo colpivano, tentava di strisciare verso la strada principale come una testuggine verso il mare. Lo tirarono su, quasi che, a un tratto, si fossero pentiti e volessero aiutarlo. Invece il più alto tirò fuori un lungo coltello appuntito ridendo a bocca aperta e mostrando i suoi denti storti. Quando Andrea vide quello che aveva in mano gli si annebbiò la vista e il cervello pure. Chiuse gli occhi. "Adesso muori, bello mio" disse lo smilzo ghignando e gli infilò fino al manico lo spiedo appuntito nello stomaco. Liquido viscido e denso colò sulla camicia e sul ventre di Andrea. Più del dolore avvertì il calore appiccicoso del suo sangue riscaldargli la pancia. Andrea si sciolse a terra senza più forza. Stanchi e contenti di aver finito il lavoro i tre nazi lo salutarono e se ne andarono lasciandolo morire. Lo smilzo doveva aver tranciato un'arteria principale poiché Andrea sentiva il sangue invadere distretti che non gli appartenevano, riempire le cavità del suo apparato digerente, riempirgli l'esofago, la gola, fino al palato, con il suo sapore salato e amaro insieme. Mentre i primi spasmi cardiaci scuotevano il corpo esangue, Andrea ripensò a zoologia, al fatto che anche questa volta non era riuscito a superare quel maledetto esame, e si ricordò che ai vermi piatti manca l'apparato circolatorio e il sangue. Magari fossi un verme piatto... Non mi avrebbero fatto niente. La morte lo invase a terra, piano, come un gas impalpabile, mentre lui continuava a ripetere tra sé e sé: "Brachiopodi, ostracodi, copepodi, cirripedi". Il corpo senza vita di Andrea era spalmato sull'asfalto nero. L'uomo di colore, steso a terra, poco distante, cercò di tamponarsi il sangue che gli usciva dal naso con un pezzo di giornale. Glielo avevano rotto. Si era lussato anche la spalla, ma per il resto stava bene. Si avvicinò a quel corpo accucciato vicino a lui, piano, facendo attenzione a non fare movimenti bruschi. Provò a tirargli su un braccio ma ricadde a terra come quello di una marionetta a cui hanno tagliato i fili. Anche il cuore taceva e nessun alito usciva dalla bocca. Era morto. L'espressione del volto di quel giovane era strana. Accigliata. Come se la morte lo avesse colto concentrato a ricordarsi qualche cosa. Le sopracciglia aggrottate in uno sforzo impossibile. L'uomo poggiò la testa sul torace del cadavere e pianse. Pianse di paura e di tristezza. Quel ragazzo era morto per salvarlo e questo lo confondeva. Era un mondo strano quello in cui era finito. Alcuni tentavano d'ammazzarlo solo perché dormiva sotto i cartoni e altri senza nemmeno conoscerlo perdevano la vita per aiutarlo. Karim, quello era il suo nome, veniva da un paese lontano. Un piccolo paese dell'Africa occidentale. Appena arrivato aveva cercato un lavoro inutilmente. Non c'era. Hai voglia a cercare lavoro quando non c'è. Solo durante l'estate era riuscito a trovare qualcosa, a Villa Literno. Raccoglieva pomodori. Lo pagavano a cassetta. In autunno, con il freddo, il lavoro era finito. Era tornato a Roma e aveva incominciato la vita del nullatenente, la sera cenava alla mensa della Caritas e di notte quando faceva freddo dormiva alla stazione, sopra le grate da cui esce l'aria calda. Una notte i carabinieri avevano fatto controlli, e anche lui era finito con tutti gli altri in questura. Era mancato poco che non lo avevano rimandato a casa. Ora aveva paura. E per dormire aveva trovato quel vicolo nascosto e poco frequentato. Karim singhiozzò a lungo, silenziosamente, accanto alla salma, scosso da singulti. Aveva perso tutto, anche la dignità, questa era la cosa che più gli faceva male. Si sentiva indifeso. In Africa, nella sua tribù era stato un uomo importante. Rispettato da tutti. Era l'uomo della medicina e della magia. Aveva appreso le arti magiche da suo padre che le aveva apprese da suo nonno e così fino all'inizio dei tempi. Aveva imparato i segreti della medicina e quelli delle erbe, come parlare con i morti, richiamandoli dal sonno. Era divenuto il sacerdote dell'oltretomba, aveva visto nelle sue trance le sponde rocciose dell'inferno. Per tutto questo era stato potente, secondo solo al capo del villaggio. Ma la conoscenza degli incantesimi e dei riti magici non gli era servita a difendersi dalla siccità, dalla fame. Come tutti gli altri era dovuto partire, emigrare, confondere i suoi desideri con quelli di altri mille. Desideri semplici come il pane. Le sue arti magiche nel mondo occidentale servivano a poco, un inutile fardello che non aiutava certo a trovare da vivere. Strinse il cadavere macchiandosi di sangue la giacca. Lo pulì come potè. Gli pettinò i capelli. Doveva aiutare quel poveretto, riportarlo in vita. Voleva sdebitarsi. Era rischioso, e nella sua vita solo poche altre volte aveva richiamato i morti alla vita. Le anime non amano essere dirottate quando percorrono la strada per l'infinito. Spesso si rifiutano di riprendere i loro corpi mortali. Ma non aveva più nulla da perdere. Incominciò a ripetere il salmo dei morti, l'invocazione alla madre delle tenebre. Chiese che per una volta lasciasse uno dei suoi figli ritornare da dove era partito. Implorò che l'anima di Andrea invertisse la sua spirale verso l'alto e che riscendesse fra noi, i mortali. "Radal, radal, scutak troféreion reion mant". Mentre ripeteva meccanicamente le parole magiche era scosso dai singhiozzi. Quando ebbe terminato baciò il morto sulla bocca e lo coprì coi suoi stracci. Poi si tirò su a fatica e zoppicando, lentamente, si diresse verso le arterie principali. L'anima di Andrea che saliva leggera nelle strade fatte di inconsistenza venne fermata dalle parole dello stregone. Gli atomi incorporei che la componevano si mossero disordinatamente mischiandosi tra loro e producendo un caos piccolo e incoerente in quel mondo di perfezione. Lo spirito si appesantì e affondò portato giù dalle parole magiche, come un sasso in uno stagno. Scese vorticando mentre le altre anime salivano al principio primo. Rientrò nell'angusto corridoio che divide la morte dalla vita e lì si perse, portata a caso dai flutti di quelle che salivano. Poi piano piano precipitò più giù e cadde di nuovo nel corpo, scuotendolo e riempiendolo di qualcosa di simile alla vita. Andrea riaprì gli occhi e ululò. Un grido straziante che non aveva niente di umano. Era uno zombi, o meglio, un morto vivente. Gli zombi sono esseri semplici. Divisi tra la morte e la vita perdono molte delle caratteristiche che ci fanno umani. Quando si risvegliano dalla morte desiderano. Rimangono incastrati in un monotono desiderare. L'ultimo anelito che hanno avuto nella vita passata si trasforma in un istinto basso e semplice, primitivo e antico, ed essendo esseri incoscienti non lo comprendono, ma ci si abbandonano passivamente. Vivono, se la loro si può chiamare vita, irrazionalmente, al di fuori delle norme più semplici di convivenza e moralità. Sono in definitiva rozzi e maleducati. Andrea si guardò un po' in giro e ululò ancora alla luna. Doveva fare qualcosa e subito. Che cosa? Che cosa doveva fare? Sì. Certo. Doveva sostenere l'esame di zoologia. Era quasi un bisogno fisiologico, come per noi può essere fare la pìpì. Era la necessità che mandava avanti quel corpo senza vita, se fosse venuto a mancare quell'istinto basso e primordiale sarebbe stata la fine, l'anima si sarebbe ristaccata ma oramai appesantita si sarebbe dissolta a pochi metri da terra. Andrea si incamminò per il vicolo. Non camminava proprio armoniosamente, sbandava un po' ai lati e ondeggiando sulle gambe rigide. Arrivò su viale Regina Elena traballando. Sembrava un ubriaco all'ultimo stadio. Giovanni Siniscalchi tornava a casa sulla sua golf GTI verde metallizzata dopo una notte d'amore che lo aveva felicemente sfibrato nel corpo e nell'anima. Al Palladium, una grossa discoteca, aveva rimorchiato. Una di Genzano, un paese vicino Roma. Niente di che, in verità, a vederla, ma che fuoco aveva dentro. Era la prima volta che gli capitava di acchiappare in discoteca. Lui non era di quei rapaci dalla presa rapida, da mordi e fuggi, piuttosto preferiva immaginarsi come un vecchio e saggio pescatore. Di quelli che vanno alla traina con la lenza, calmi ma inesorabili quando pesci abboccano. Lui le sue prede le stancava prima di tirarle in barca. E invece quella sera era successo tutto senza che lui potesse farci niente. Sabrina, così si chiamava quella di Genzano, lo aveva adocchiato tra mille altri che si affaticavano in pista e gli si era attaccata addosso come una remora a un tonno. Al terzo ballo gà si strusciavano come il pesce pagliaccio e l'anemone. Al quarto lui era partito deciso con un bacio mozzafiato. L'aveva riaccompagnata a casa, a Genzano. E lì, in silenzio, nella stanza accanto a quella dei genitori di Sabrina, avevano fatto sesso tra orsacchiotti di peluche e manifesti di Eros e Liga- bue. Roba seria. Giovanni superò il Verano e girò a destra imboccando viale Regina Elena a tutta birra. «Vecchio stallone che non sei altro! Che cazzo ci fai alle donne, eh?» si disse tra sé contento. Nell'abitacolo c'era un bel calduccio. Guardò l'orologio digitale del cruscotto. Le quattro e un quarto. Tardissimo. Doveva correre a casa. Alle otto e mezzo sarebbe dovuto essere in ufficio. Lavorava da pochi mesi con una società di computer. Tirò le marce. Terza. Quarta. Quinta. Poteva correre, la strada era completamente deserta. Superò lo spartitraffico a centoventi quando improvvisamente, senza che lui potesse accorgersene e fare niente, investì qualcosa di animato, una figura. Un impatto secco sul cofano. La macchina sbandò prima a destra e poi a sinistra e fini contro un'edicola di giornali accartocciandole la serranda. L'airbag esplose formando una mongolfiera che spinse Giovanni indietro, impedendogli di sfondarsi lo sterno sul volante. "Un mito l'airbag! Benedetta la mia mamma!" urlò. Infatti era stata sua madre che lo aveva spinto ad aggiungere quell'optional alla sua Golf. Il suo secondo pensiero fu: "Porcatroia, ho ammazzato qualcuno". Si scastrò da sotto al pallone e uscì fuori, nel freddo. Sulla strada non si vedeva nessuno. Solo le strisciate nere dei pneumatici sull'asfalto. Poi lo vide. Un corpo. A terra, a pelle di leone. Immobile. "Cazzo, l'ho ammazzato..." La paura gli ghiacciò i testicoli e gli fermò il respiro. Si avvicinò, aumentando il passo fino a correre. L'uomo era morto. Doveva avere meno di trent'anni. Bianchissimo. La camicia rossa di sangue. "Nooo, l'ho ucciso..." biascicò Giovanni. Si mise le mani davanti agli occhi e cercò di piangere senza riuscirci. Era troppo allucinante e troppo rapido quello che gli era successo e stentava a credere che fosse avvenuto. Che doveva fare? Si vide in prigione a marcire per i successivi vent'anni. Niente più serate al Palladium, niente più sesso con Sabrina tra i peluche. Niente di niente. Poi sentì la voce della coscienza, se quella si poteva chiamare coscienza, che gli ordinava: Vattene! Muoviti! Chi ti ha visto? Giovanni si guardò in giro. Nessuno. In effetti non era passata neanche una macchina da quando lui aveva investito quel poveraccio. Si rialzò e si avviò correndo verso la macchina Tanto quello è morto ormai, si disse pugnalandosi la morale. Non c'è più niente da fare, tanto. E poi io non c'entro, cazzo, quel pazzo suicida si è gettato sotto la mia macchina. Aprì lo sportello ed ebbe una spiacevole sorpresa che gli distrusse in un attimo tutti i progetti di fuga. L'airbag. Con quel cazzo di pallone non poteva proprio guidare. Si infilò tra airbag e poltrona ma non vedeva niente. Non riusciva nemmeno a raggiungere le chiavi. Doveva bucarlo, sgonfiarlo. Una parola. Incominciò a prenderlo a morsi bestemmiando. Un urlo terribile, un urlo che aveva poco di umano, più simile a un ululato di un coyote, si levò improvvisamente. "Che cazzo è?" disse ad alta voce. Si girò. Tutto immobile. Doveva essere un cane, un gatto in amore. Riprese ad azzannare il pallone cercando di bucarlo. "Uuuuuuaaaaaaauuuuuuuuuuu". Un altro ululato e più profondo di prima. Si girò di nuovo e vide una cosa impossibile. Assolutamente impossibile. Il morto si stava rialzando. Giovanni rimase a bocca aperta. Riuscì dalla macchina. Il cadavere ora era in piedi e camminava traballando. Aveva un aspetto che faceva paura. Bianco come un cencio. La bava alla bocca. Un ghigno soddisfatto in volto. Gli occhi fissi. La camicia sbrindellata e insanguinata. Un macello. E qualcosa che non andava proprio. La testa. La testa era girata di centottanta gradi. Giovanni gli girò intorno. Era strano vedere la faccia il collo e poi la schiena e il sedere e dall'altra parte i capelli che gli finivano sul torace. Assolutamente impossibile. "Come ti senti?" gli chiese balbettando. Il giovane non lo sentiva nemmeno troppo preso a camminare all'indietro, come un gambero impazzito. Doveva andare in avanti o indietro? Sembrava indeciso. Poi, sempre camminando, si afferrò per i capelli e si girò la testa riportandola alla posizione naturale. Sorrise contento. "Come ti senti?" gli chiese ancora Giovanni. Niente. "Ti devo portare all'ospedale?" Ti devi essere rotto l'osso del collo... qualche vertebra..." Il giovane posò per la prima volta gli occhi vacui e spenti su Giovanni e poi tutto serio disse: "La vertebra è ciascuno degli elementi ossei di forma discoidale o cilindrica che, disposti in colonna, costituiscono la prima porzione dello scheletro assile di un ampio gruppo di animali, classificati come sottotipo di cordati..." Giovanni lo vide allontanarsi così, in mezzo alla strada, sulle rotaie del tram, oscillando le gambe dure. Continuava a parlare, come un libro stampato, con una voce piatta. "I vertebrati comprendono animali caratterizzati dal possedere uno scheletro interno, detto anche endoscheletro, protettivo e di sostegno e l'estremità anteriore del neurasse, tubulare, dilatata a formare l'encefalo". Enrico Terzini guidava l'ultima corsa notturna del 30 barrato. Era parecchio stanco e in più gli faceva male il sedere. Da due giorni gli era comparso sulla chiappa destra un gigantesco brufolo che minacciava di esplodere da un momento all'altro L'inconveniente dei paterecci sul culo è che fanno male quando ti siedi quindi il povero Enrico era costretto a guidare in piedi il suo tram. Non vedeva l'ora di arrivare al capolinea. Sarebbe corso a casa e avrebbe chiesto a Maria, sua moglie, di intervenire chirurgicamente sul mostro spremendoglielo. Poi si sarebbe fatto un bagno caldo e poi a nanna fino alle tre del pomeriggio. Era solo nel tram. la radiolina appesa alla leva del freno trasmetteva un motivetto della Rettore. Enrico lasciava scivolare il suo tram sulle rotaie, attento solo a rallentare agli incroci. I semafori lampeggiavano ancora. Incominciò a frenare avvicinandosi alla fermata. Appoggiato al cartello c'era un giovane. Enrico lo riconobbe subito. Un punk. Uno di quei bastardi che predicano anarchia e violenza. Uno di quegli sbandati che vivevano con la droga in corpo e nelle mani tanta voglia di far male. Lui i punk li odiava. Poco meno di due mesi prima una banda di quei dannati gli aveva puntato un coltello alla gola e poi era stato costretto a vederli imbrattare con le loro scritte a spray il tram. Certo questo esagerava proprio. I capelli sconvolti, dipinti con la tintura rossa. Senza una scarpa. Con i vestiti stracciati. Lo sguardo strafatto. Ma che gli dice a questi la testa? pensò. Ventilò l'ipotesi di non fermarsi, di tirare dritto, di lasciarlo a piedi a quel bastardo ma poi il senso del dovere lo fece fermare. Le porte si aprirono sbuffando. Il punk sembrava essere poco interessato al tram ma poi si decise a salire e con uno sforzo si arrampicò su per le scale. Inciampò sull'ultimo gradino e crollò di testa contro l'obliteratrice automatica. Un botto che fece vibrare tutta la carrozza. Enrico bestemmiò. Che lavoro di merda si era scelto. Chissà quanta eroina si è fatto, io quelli così li metterei ai lavori forzati. 'Sto bastardo! Speriamo solo che non mi schiodi nel tram, pensò. Ma il punk si era già rialzato e si era sbracato a peso morto su una delle sedie. Enrico chiuse le porte e ripartì. Alzò il volume della radio, c'era una bella canzone di Riccardo Cocciante. Andrea, o meglio, l'ex Andrea, si adagiò su una sedia e si mise a ripetere: "Gli anellidi si dividono in tre classi, i policheti che comprendono gli anellidi di mare, gli oligo- cheti includono forme d'acqua dolce e i lombrichi e per finire gli irudinei, tra cui ricordiamo le sanguisughe..." Assunta Casini non era mai stata a Roma. E non era contenta di starci ora, con quel freddo bestiale. Aveva un diavolo per capello. Suo figlio, Salvatore, non era nemmeno venuto a prenderla alla stazione. Preoccupata lo aveva chiamato da un telefono pubblico. Quello sciagurato stava dormendo. Le aveva solo detto: "Mamma, è facilissimo. Appena esci dalla stazione troverai la fermata del tram, il 30 barrato. Ci sali. Ti fai sette fermate. Scendi al Colosseo. Da lì mi chiami. Io ti vengo a prendere subito. È facilissimo". Ora immobile, alla fermata, malediceva suo figlio e se stessa per aver deciso di abbandonare, anche solo per una settimana, il posto in cui aveva vissuto sessantatré anni senza mai muoversi: Caianello. Le grandi città le facevano paura. Così piene di ladri, spacciatori e psicopatici. E di notte poi... Avrebbe voluto tornare in stazione e riprendersi il treno e tornarsene a casa sua. Ma vide arrivare il tram. Afferrò la valigia e salì. Era vuoto. Solo un giovanotto sedeva a un lato. Assunta si sedette. Dentro sentiva l'ansia di avere sbagliato tram. Chissà dove sarebbe finita. Si alzò e si avvicinò alle spalle del ragazzo e chiese: "Mi scusi, giovanotto, tra quand'è la fermata per il Colosseo?" Sembrava non averla sentita. "Giovanotto, tra quan'è la fermata per il Colosseo?" Niente. Assunta si innervosì. "Sei sordo?" Il ragazzo si voltò. Assunta vide quell'espressione lontana e immobile, la bocca spalancata, la bava verde ai lati, i capelli sconvolti, il sangue che colava dal naso. "Il celoma dei lombrichi è diviso in compartimenti da setti trasversali e la muscolatura longitudinale e circolare è organizzata in masse segmentate, che corrispondono alla suddivisione del celoma in compartimenti" disse il giovane bianco come un cencio. "Scusa, non ho capito. Che hai detto?" "Ogni segmento possiede un paio di organi escretori (metanefridi), che si formano tra i due strati cellulari dei sepimenti e si aprono nel celoma." "Non capisci allora, dove si scende per il Colosseo?" "Il sistema nervoso ha anch'esso una struttura metamerica..." "Ma che madonna..." ...Comprende un ganglio cerebrale superiore (cervello) posto al di sopra dell'esofago..." "Ho capito, tu sei un povero fesso! Scostumato e ignorante come quel buono a nulla di mio figlio" gli ringhiò contro Assunta. Il ragazzo arricciò la bocca, strizzò il naso e vomitò addosso alla vecchia una quantità sproporzionata di pappa verde e calda. Assunta prese a urlare come se la stessero scannando. "Figlio di puttana... Che schifo! Il vestito buono!" E incominciò a colpirlo in testa con la borsetta. Il morto vivente con le mani in testa si rifugiò sotto le sedie. Assunta urlò al conduttore: "Apra! Apra! Mi faccia scendere..." Si mise irrequieta davanti all'uscita e appena poté scese. Prese al volo un taxi e disse solo: "Mi porti alla stazione. Me ne torno a Caianello. Io in questa chiavica di città non ci voglio stare nemmeno un minuto di più!" Andrea in testa aveva solo nomi, anatomia, rapporti e morfologie zoologiche che gli intasavano il cervello e li ripeteva come un registratore inceppato. Fece tre volte la corsa completa avanti e indietro. Il sole era salito in alto oltre le nuvole e ormai la gente incominciava ad affollare la carrozza. Molti studenti con i libri sotto braccio riempivano il 30 barrato. Due ragazze, Marina Castigliani, anni 24, alta con i capelli castani e un'altra bassa, Tiziana Zergi, 25, tinta di biondo e con un gigantesco apparecchio ancorato ai denti, chiacchieravano appese al reggimano. "Non so niente, aiuto, non mi ricordo nulla, sarà un disastro..." disse Marina stringendo il braccio dell'amica. "Non è vero, non è poi così difficile, speriamo solo che non ci chiedono i molluschi..." disse Tiziana cercando di tranquillizzare l'amica. Andrea rizzò le orecchie a quel nome e si avvicinò. La gente gli fece spazio vedendolo così male in arnese. "Il phylum Mollusca occupa il secondo posto tra i maggiori phyla animali e comprende forme ben note, come chiocciole, vongole, patelle, ostriche, calamari e polpi". Le due lo guardarono sconvolte. "Devi fare anche tu l'esame di zoologia?" do- mandò la finta bionda. "... sebbene la maggior parte dei molluschi sia marina, vari gasteropodi hanno invaso gli ambienti d'acqua dolce e terrestri..." Lo zombi sparava rapido bava e conoscenze sugli invertebrati. "Ne sai una cifra, eh? certo però non hai un bell'aspetto, forse dovresti andare a casa a darti una bella lavata. La parte sui cordati l'hai studiata?" gli chiese Marina lisciandosi i capelli e storcendo un po' il naso. "I cordati, che rappresentano il più grande tra i phyla dei deuterostomi, comprendono animali che possiedono caratteristiche distintive: 1) Cordone nervoso 2) Notocorda 3) Fessure branchiali". "Come fai a parlare con questo soggetto?" disse Tiziana in un orecchio all'amica, mentre Andrea continuava a sciorinare le nozioni. Tiziana era una di quelle che ci tengono a non sfigurare. "... e poi ha un alito bestiale, e che occhiaie, pare morto. È un pessimo!" "Forse hai ragione, lasciamolo perdere. Guarda come va in giro combinato" fece Marina, poi rivolgendosi ad Andrea: "Scusa, sai com'è... Noi dobbiamo scendere, siamo arrivate". "... al termine della fase planctonica, la larva raggiunge il fondo e vi si attacca per mezzo di papille anteriori..." "Be', ciao!" disse ancora Marina che essendo una ragazza studiosa era in fondo un po' dispiaciuta di abbandonare un pozzo di scienza come quello. Scesero. Andrea le seguì ruzzolando giù dal tram. Lo aiutarono a ritirarsi su e come per ringraziarle Andrea si infilò le dita nel naso e prese a ululare. Ogni tanto gli pigliava così. Gli zombi sono esseri imprevedibili. "Duahhhhh Duuuuaaaahhh" prese a ripetere. Le ragazze fecero finta di niente, accellerarono il passo e si avviarono sculettando su viale dell'università per raggiungere l'istituto di zoologia. Andrea le seguiva toccando il culo dei passanti e annodandosi i genitali. "... sottordine Criptocerati. Antenne corte, nascoste in fossette sotto il capo; acquatici..." "Non ti girare Marina. È veramente un cafone bestiale. Non puoi immaginare quello che sta facendo" diceva la biondina disgustata. Andrea si era attaccato con i denti al copertone di un motorino e lo masticava come se fosse gomma americana. Entrarono tutti e tre nel vecchio edificio di zoologia, che tanto aveva dato alla scienza nei tempi andati ed ora si reggeva traballante su quei passati allori. Le due davanti, il morto vivente dietro. Il professor Amedeo Ermini, il luminare, cercava parcheggio alla sua Lancia Fulvia senza trovarlo. Tutte le strade intorno all'università erano un manicomio. Macchine in terza fila, macchine in mezzo alla strada, macchine dovunque. Finalmente vide qualcosa di simile a un posto. Ci si infilò di prepotenza e sperò di non ricevere multe. Scese dalla Lancia e si avviò deciso verso l'istituto di zoologia. Scopritore di una specie endemica dell'isola dell'Asinara di Argas ergastolensis (zecca dell'ergastolano) era ormai un vecchietto, acciaccato dai dolori e dalla malaria che si era preso nel '56 nel Congo Belga. Non vedeva più molto bene e spesso confondeva le entrate finendo nel dipartimento di storia della medicina antistante l'edificio di zoologia. Gli studenti, accalcati, aspettavano il professor Ermini, in una grande sala con animali impagliati, vasi con organismi in formalina, cartelloni raffiguranti le scale evolutive. Si avvertiva la tensione nell'aria. Ermini era una brutta bestia. Lo chiamavano il professor Tiboccio. Marina e Tiziana sedute, una vicino all'altra, a un banco, sfogliavano nervosamente il manuale. "Ma Ermini non è ancora arrivato?" domandò Marina a Tiziana mordicchiandosi le unghie. "No, non mi pare. Senti, ma tu li hai studiati gli echinodermi..." "Insomma..." "Perché non lo chiediamo a quel tipo strambo del tram". "Ma guarda che fa. Lascialo perdere..." Andrea si rotolava per terra leccando prima il pavimento poi le cosce delle ragazze in minigonna. Indispettite le studentesse lo picchiavano con i libri di testo, i quaderni, le sacche e gli ombrelli. "Vai via, mostro orrendo" gli dicevano schifate. Il povero zombi, tentando di coprirsi la testa da quella gragnola di colpi, scappava a quattro zampe e ragliava come un asino: "Uaaaahhhhhh ooohhhhhh". Il professor Ermini entrò in aula. Gli studenti gli fecero spazio per farlo passare. Non volava più una mosca. Tutti aspettavano trepidanti. Si sedette alla cattedra e prese il foglio con gli iscritti all'appello del giorno. Odiava fare gli esami. Era triste e scoraggiato, il livello degli studenti peggiorava di anno in anno. Non avevano passione e tiravano a superare l'esame, arronzando risposte generiche e imprecise. Ne interrogò due. E li bocciò. L'ultimo addirittura aveva detto che le balene sono pesci. Ne chiamò un altro. Andrea camminava sotto i banchi alla ricerca di merende, pizzette, liquirizie, caccole e gomme americane attaccate sotto i banchi. Infilò la mano in uno zaino. "Hiiiiiiiiiiiiiiiii" grugnì. Aveva trovato un panino al salame. Lo addentò deciso. Il padrone dello zaino, un giovane panzone, vedendo quello che Andrea stava facendo, gli diede un pedatone sul culo. Lo zombi ululò e partì in avanti, verso il fondo dell'aula. Si ritrovò davanti a Ermini. "Si sieda, si sieda e non faccia confusione!" disse il professor Ermini ad Andrea pulendosi gli occhiali. Andrea si sedette. "Bene, mi parli degli ctenofori, per cominciare". Lo zombi prese a parlare come una furia. "Gli Ctenofori comprendono circa novanta specie di animali marini liberamente natanti, con il corpo gelatinoso e trasparente. Gli ctenofori presentano una certa somiglianza con le meduse degli cnidari..." Continuò a parlare agitandosi sulla sedia e strappandosi ciuffi di capelli e gettandoli sul banco e mordicchiando la cattedra. "Bene, mi sembra che sugli ctenofori è preparato. Può smettere" disse Ermini. Ma Andrea continuava a snocciolare. Era passato a elencare tutte le novanta specie di ctenofori esistenti. "... pleurobrachia, hormiphora, balinopsis, mneiopsis leidy, cestus veneris,..." "Va bene, basta. passiamo ad altro. Ho capito". Prese i barattoli che contenevano gli animali in formalina e li passò ad Andrea. "Che cosa sono?" Andrea incominciò ad aprire i barattoli sigillati con il silicone tirandone fuori i contenuti. Una cubomedusa che prima lasciò scolare sul tavolo e poi se la succhiò come se fosse un ghiacciolo. Poi prese un enorme vaso che conteneva un grosso ragno tropicale e lo sgranocchiò come se fosse toblerone. Per finire si dissetò con la formalina, sbrodolandosi e facendo dei versi orrendi. "Ma che fa? mi parli della speciazione, lasci perdere i barattoli!" "La speciazione è il pro... gluhhhhuuuu gnammmmm... cesso con cui si form... gghhhhhmmmmm ghhheeeemm". "Per favore. Non parli con il boccone in bocca. La pizza la mangerà alla fine dell'esame". Andrea si stava cibando di un corallo tubiporo. Si succhiava le colonie come fossero ossibuchi. Continuò a parlare ininterrottamente per un'ora delle abitudini sessuali delle ofiure. Ermini era raggiante. Finalmente uno studente brillante, uno che aveva studiato, che conosceva la materia a fondo. Certo era un po' irrequieto e agitato di carattere. "la vuole la domanda per la lode?" Andrea si divertiva ad attaccare le caccole sul registro di Ermini. "Cos'è la ghiandola del Mehlis?" "È una ghiandola del guscio vicino all'ootipo mediano nella fascicola epatica" disse Andrea. "Va bene trenta e lode, complimenti. Non si sente bene? Ha una cera ragazzo mio!" Gli diede il verbale dell'esame che lo zombi si infilò in un occhio ruttando Ermini fu così colpito dalle cognizioni zoologiche di Andrea che gli offrì di fare la tesi con lui, di diventare un interno nel suo dipartimento. Gli affidò la catagolazione degli insetti sociali che vivono nelle cloache di Roma. Andrea prese l'impegno con grande serietà. Passava tutto il giorno a sguazzare nelle gore pestilenziali della capitale. Gli zombi, si sa, sono portati per questo genere di attività. Tornava all'istituto con buste piene di animaletti e siccome non era molto preciso nella raccolta ogni tanto ci infilava qualche topo che finiva per nascondersi nel laboratorio del professore. Ermini aveva un unico problema con il suo interno, puzzava in maniera insopportabile; gli misero sotto le ascelle le saponette che si attaccano dentro i gabinetti. Incominciò a profumare di pino silvestre. Si laureò con centodieci e lode e bacio accademico. Fece il dottorato di ricerca e lo vinse. Con il tempo incominciò un po' a decomporsi, i tessuti a cadere a pezzi. Allora la sera, quando ormai il dipartimento era deserto, Andrea si infilava in un acquario riempito di formalina in modo da mantenersi in buono stato. Rimaneva là, tranquillo, immerso nella soluzione ripetendo le caratteristiche degli echinodermi, lo sviluppo embrionale dei cirripedi. Fece carriera velocemente e divenne assistente e infine professore. Con il tempo incominciarono tutti, anche i suoi colleghi, a volergli bene. Acquistò fama con una ricerca sul valore nutritivo dei centopiedi. Continuò sempre a ululare e a mangiarsi le caccole, ma gli studenti, che sono persone indulgenti, la amavano proprio per questo. Nel mondo di quei morti dei professori universitari solo Andrea gli sembrava vivo. Quando Cornelio Balsamo concluse il suo racconto aveva cambiato a tutti noi l'umore e ci sentivamo tutti speranzosi per quella grande istituzione ch'è l'università italiana.
Antonio Piachi, ein wohlhabender Güterhändler in Rom, war genötigt, in seinen Handelsgeschäften zuweilen große Reisen zu machen. Er pflegte dann gewöhnlich Elvire, seine junge Frau, unter dem Schutz ihrer Verwandten, daselbst zurückzulassen. Eine dieser Reisen führte ihn mit seinem Sohn Paolo, einem eilfjährigen Knaben, den ihm seine erste Frau geboren hatte, nach Ragusa. Es traf sich, daß hier eben eine pestartige Krankheit ausgebrochen war, welche die Stadt und Gegend umher in großes Schrecken setzte. Piachi, dem die Nachricht davon erst auf der Reise zu Ohren gekommen war, hielt in der Vorstadt an, um sich nach der Natur derselben zu erkundigen. Doch da er hörte, daß das Übel von Tage zu Tage bedenklicher werde, und daß man damit umgehe, die Tore zu sperren; so überwand die Sorge für seinen Sohn alle kaufmännischen Interessen: er nahm Pferde und reisete wieder ab. Er bemerkte, da er im Freien war, einen Knaben neben seinem Wagen, der, nach Art der Flehenden, die Hände zu ihm ausstreckte und in großer Gemütsbewegung zu sein schien. Piachi ließ halten; und auf die Frage: was er wolle? antwortete der Knabe in seiner Unschuld: er sei angesteckt; die Häscher verfolgten ihn, um ihn ins Krankenhaus zu bringen, wo sein Vater und seine Mutter schon gestorben wären; er bitte um aller Heiligen willen, ihn mitzunehmen, und nicht in der Stadt umkommen zu lassen. Dabei faßte er des Alten Hand, drückte und küßte sie und weinte darauf nieder. Piachi wollte in der ersten Regung des Entsetzens, den Jungen weit von sich schleudern; doch da dieser, in eben diesem Augenblick, seine Farbe veränderte und ohnmächtig auf den Boden niedersank, so regte sich des guten Alten Mitleid: er stieg mit seinem Sohn aus, legte den Jungen in den Wagen, und fuhr mit ihm fort, obschon er auf der Welt nicht wußte, was er mit demselben anfangen sollte. Er unterhandelte noch, in der ersten Station, mit den Wirtsleuten, über die Art und Weise, wie er seiner wieder los werden könne: als er schon auf Befehl der Polizei, welche davon Wind bekommen hatte, arretiert und unter einer Bedeckung, er, sein Sohn und Nicolo, so hieß der kranke Knabe, wieder nach Ragusa zurück transportiert ward. Alle Vorstellungen von Seiten Piachis, über die Grausamkeit dieser Maßregel, halfen zu nichts; in Ragusa angekommen, wurden nunmehr alle drei, unter Aufsicht eines Häschers, nach dem Krankenhause abgeführt, wo er zwar, Piachi, gesund blieb, und Nicolo, der Knabe, sich von dem Übel wieder erholte: sein Sohn aber, der eilfjährige Paolo, von demselben angesteckt ward, und in drei Tagen starb. Die Tore wurden nun wieder geöffnet und Piachi, nachdem er seinen Sohn begraben hatte, erhielt von der Polizei Erlaubnis, zu reisen. Er bestieg eben, sehr von Schmerz bewegt, den Wagen und nahm, bei dem Anblick des Platzes, der neben ihm leer blieb, sein Schnupftuch heraus, um seine Tränen fließen zu lassen: als Nicolo, mit der Mütze in der Hand, an seinen Wagen trat und ihm eine glückliche Reise wünschte. Piachi beugte sich aus dem Schlage heraus und fragte ihn, mit einer von heftigem Schluchzen unterbrochenen Stimme: ob er mit ihm reisen wollte? Der Junge, sobald er den Alten nur verstanden hatte, nickte und sprach: o ja! sehr gern; und da die Vorsteher des Krankenhauses, auf die Frage des Güterhändlers: ob es dem Jungen wohl erlaubt wäre, einzusteigen? lächelten und versicherten: daß er Gottes Sohn wäre und niemand ihn vermissen würde; so hob ihn Piachi, in einer großen Bewegung, in den Wagen, und nahm ihn, an seines Sohnes Statt, mit sich nach Rom. Auf der Straße, vor den Toren der Stadt, sah sich der Landmäkler den Jungen erst recht an. Er war von einer besonderen, etwas starren Schönheit, seine schwarzen Haare hingen ihm, in schlichten Spitzen, von der Stirn herab, ein Gesicht beschattend, das, ernst und klug, seine Mienen niemals veränderte. Der Alte tat mehrere Fragen an ihn, worauf jener aber nur kurz antwortete: ungesprächig und in sich gekehrt saß er, die Hände in die Hosen gesteckt, im Winkel da, und sah sich, mit gedankenvoll scheuen Blicken, die Gegenstände an, die an dem Wagen vorüberflogen. Von Zeit zu Zeit holte er sich, mit stillen und geräuschlosen Bewegungen, eine Handvoll Nüsse aus der Tasche, die er bei sich trug, und während Piachi sich die Tränen vom Auge wischte, nahm er sie zwischen die Zähne und knackte sie auf. In Rom stellte ihn Piachi, unter einer kurzen Erzählung des Vorfalls, Elviren, seiner jungen trefflichen Gemahlin vor, welche sich zwar nicht enthalten konnte, bei dem Gedanken an Paolo, ihren kleinen Stiefsohn, den sie sehr geliebt hatte, herzlich zu weinen; gleichwohl aber den Nicolo, so fremd und steif er auch vor ihr stand, an ihre Brust drückte, ihm das Bette, worin jener geschlafen hatte, zum Lager anwies, und sämtliche Kleider desselben zum Geschenk machte. Piachi schickte ihn in die Schule, wo er Schreiben, Lesen und Rechnen lernte, und da er, auf eine leicht begreifliche Weise, den Jungen in dem Maße lieb gewonnen, als er ihm teuer zu stehen gekommen war, so adoptierte er ihn, mit Einwilligung der guten Elvire, welche von dem Alten keine Kinder mehr zu erhalten hoffen konnte, schon nach wenigen Wochen, als seinen Sohn. Er dankte späterhin einen Kommis ab, mit dem er, aus mancherlei Gründen, unzufrieden war, und hatte, da er den Nicolo, statt seiner, in dem Kontor anstellte, die Freude zu sehn, daß derselbe die weitläuftigen Geschäfte, in welchen er verwickelt war, auf das tätigste und vorteilhafteste verwaltete. Nichts hatte der Vater, der ein geschworner Feind aller Bigotterie war, an ihm auszusetzen, als den Umgang mit den Mönchen des Karmeliterklosters, die dem jungen Mann, wegen des beträchtlichen Vermögens das ihm einst, aus der Hinterlassenschaft des Alten, zufallen sollte, mit großer Gunst zugetan waren; und nichts ihrerseits die Mutter, als einen früh, wie es ihr schien, in der Brust desselben sich regenden Hang für das weibliche Geschlecht. Denn schon in seinem funfzehnten Jahre, war er, bei Gelegenheit dieser Mönchsbesuche, die Beute der Verführung einer gewissen Xaviera Tartini, Beischläferin ihres Bischofs, geworden, und ob er gleich, durch die strenge Forderung des Alten genötigt, diese Verbindung zerriß, so hatte Elvire doch mancherlei Gründe zu glauben, daß seine Enthaltsamkeit auf diesem gefährlichen Felde nicht eben groß war. Doch da Nicolo sich, in seinem zwanzigsten Jahre, mit Constanza Parquet, einer jungen liebenswürdigen Genueserin, Elvirens Nichte, die unter ihrer Aufsicht in Rom erzogen wurde, vermählte, so schien wenigstens das letzte Übel damit an der Quelle verstopft; beide Eltern vereinigten sich in der Zufriedenheit mit ihm, und um ihm davon einen Beweis zu geben, ward ihm eine glänzende Ausstattung zuteil, wobei sie ihm einen beträchtlichen Teil ihres schönen und weitläuftigen Wohnhauses einräumten. Kurz, als Piachi sein sechzigstes Jahr erreicht hatte, tat er das Letzte und Äußerste, was er für ihn tun konnte: er überließ ihm, auf gerichtliche Weise, mit Ausnahme eines kleinen Kapitals, das er sich vorbehielt, das ganze Vermögen, das seinem Güterhandel zum Grunde lag, und zog sich, mit seiner treuen, trefflichen Elvire, die wenige Wünsche in der Welt hatte, in den Ruhestand zurück. Elvire hatte einen stillen Zug von Traurigkeit im Gemüt, der ihr aus einem rührenden Vorfall, aus der Geschichte ihrer Kindheit, zurückgeblieben war. Philippo Parquet, ihr Vater, ein bemittelter Tuchfärber in Genua, bewohnte ein Haus, das, wie es sein Handwerk erforderte, mit der hinteren Seite hart an den, mit Quadersteinen eingefaßten, Rand des Meeres stieß; große, am Giebel eingefugte Balken, an welchen die gefärbten Tücher aufgehängt wurden, liefen, mehrere Ellen weit, über die See hinaus. Einst, in einer unglücklichen Nacht, da Feuer das Haus ergriff, und gleich, als ob es von Pech und Schwefel erbaut wäre, zu gleicher Zeit in allen Gemächern, aus welchen es zusammengesetzt war, emporknitterte, flüchtete sich, überall von Flammen geschreckt, die dreizehnjährige Elvire von Treppe zu Treppe, und befand sich, sie wußte selbst nicht wie, auf einem dieser Balken. Das arme Kind wußte, zwischen Himmel und Erde schwebend, gar nicht, wie es sich retten sollte; hinter ihr der brennende Giebel, dessen Glut, vom Winde gepeitscht, schon den Balken angefressen hatte, und unter ihr die weite, öde, entsetzliche See. Schon wollte sie sich allen Heiligen empfehlen und unter zwei Übeln das kleinere wählend, in die Fluten hinabspringen; als plötzlich ein junger Genueser, vom Geschlecht der Patrizier, am Eingang erschien, seinen Mantel über den Balken warf, sie umfaßte, und sich, mit eben so viel Mut als Gewandtheit, an einem der feuchten Tücher, die von dem Balken niederhingen, in die See mit ihr herabließ. Hier griffen Gondeln, die auf dem Hafen schwammen, sie auf, und brachten sie, unter vielem Jauchzen des Volks, ans Ufer; doch es fand sich, daß der junge Held, schon beim Durchgang durch das Haus, durch einen vom Gesims desselben herabfallenden Stein, eine schwere Wunde am Kopf empfangen hatte, die ihn auch bald, seiner Sinne nicht mächtig, am Boden niederstreckte. Der Marquis, sein Vater, in dessen Hotel er gebracht ward, rief, da seine Wiederherstellung sich in die Länge zog, Ärzte aus allen Gegenden Italiens herbei, die ihn zu verschiedenen Malen trepanierten und ihm mehrere Knochen aus dem Gehirn nahmen; doch alle Kunst war, durch eine unbegreifliche Schickung des Himmels, vergeblich: er erstand nur selten an der Hand Elvirens, die seine Mutter zu seiner Pflege herbeigerufen hatte, und nach einem dreijährigen höchst schmerzenvollen Krankenlager, während dessen das Mädchen nicht von seiner Seite wich, reichte er ihr noch einmal freundlich die Hand und verschied. Piachi, der mit dem Hause dieses Herrn in Handelsverbindungen stand, und Elviren eben dort, da sie ihn pflegte, kennen gelernt und zwei Jahre darauf geheiratet hatte, hütete sich sehr, seinen Namen vor ihr zu nennen, oder sie sonst an ihn zu erinnern, weil er wußte, daß es ihr schönes und empfindliches Gemüt auf das heftigste bewegte. Die mindeste Veranlassung, die sie auch nur von fern an die Zeit erinnerte, da der Jüngling für sie litt und starb, rührte sie immer bis zu Tränen, und alsdann gab es keinen Trost und keine Beruhigung für sie; sie brach, wo sie auch sein mochte, auf, und keiner folgte ihr, weil man schon erprobt hatte, daß jedes andere Mittel vergeblich war, als sie still für sich, in der Einsamkeit, ihren Schmerz ausweinen zu lassen. Niemand, außer Piachi, kannte die Ursache dieser sonderbaren und häufigen Erschütterungen, denn niemals, so lange sie lebte, war ein Wort, jene Begebenheit betreffend, über ihre Lippen gekommen. Man war gewohnt, sie auf Rechnung eines überreizten Nervensystems zu setzen, das ihr aus einem hitzigen Fieber, in welches sie gleich nach ihrer Verheiratung verfiel, zurückgeblieben war, und somit allen Nachforschungen über die Veranlassung derselben ein Ende zu machen. Einstmals war Nicolo, mit jener Xaviera Tartini, mit welcher er, trotz des Verbots des Vaters, die Verbindung nie ganz aufgegeben hatte, heimlich, und ohne Vorwissen seiner Gemahlin, unter der Vorspiegelung, daß er bei einem Freund eingeladen sei, auf dem Karneval gewesen und kam, in der Maske eines genuesischen Ritters, die er zufällig gewählt hatte, spät in der Nacht, da schon alles schlief, in sein Haus zurück. Es traf sich, daß dem Alten plötzlich eine Unpäßlichkeit zugestoßen war, und Elvire, um ihm zu helfen, in Ermangelung der Mägde, aufgestanden, und in den Speisesaal gegangen war, um ihm eine Flasche mit Essig zu holen. Eben hatte sie einen Schrank, der in dem Winkel stand, geöffnet, und suchte, auf der Kante eines Stuhles stehend, unter den Gläsern und Caravinen umher: als Nicolo die Tür sacht öffnete, und mit einem Licht, das er sich auf dem Flur angesteckt hatte, mit Federhut, Mantel und Degen, durch den Saal ging. Harmlos, ohne Elviren zu sehen, trat er an die Tür, die in sein Schlafgemach führte, und bemerkte eben mit Bestürzung, daß sie verschlossen war: als Elvire hinter ihm, mit Flaschen und Gläsern, die sie in der Hand hielt, wie durch einen unsichtbaren Blitz getroffen, bei seinem Anblick von dem Schemel, auf welchem sie stand, auf das Getäfel des Bodens niederfiel. Nicolo, von Schrecken bleich, wandte sich um und wollte der Unglücklichen beispringen; doch da das Geräusch, das sie gemacht hatte, notwendig den Alten herbeiziehen mußte, so unterdrückte die Besorgnis, einen Verweis von ihm zu erhalten, alle andere Rücksichten: er riß ihr, mit verstörter Beeiferung, ein Bund Schlüssel von der Hüfte, das sie bei sich trug, und einen gefunden, der paßte, warf er den Bund in den Saal zurück und verschwand. Bald darauf, da Piachi, krank wie er war, aus dem Bette gesprungen war, und sie aufgehoben hatte, und auch Bediente und Mägde, von ihm zusammengeklingelt, mit Licht erschienen waren, kam auch Nicolo in seinem Schlafrock, und fragte, was vorgefallen sei; doch da Elvire, starr vor Entsetzen, wie ihre Zunge war, nicht sprechen konnte, und außer ihr nur er selbst noch Auskunft auf diese Frage geben konnte, so blieb der Zusammenhang der Sache in ein ewiges Geheimnis gehüllt; man trug Elviren, die an allen Gliedern zitterte, zu Bett, wo sie mehrere Tage lang an einem heftigen Fieber darniederlag, gleichwohl aber durch die natürliche Kraft ihrer Gesundheit den Zufall überwand, und bis auf eine sonderbare Schwermut, die ihr zurückblieb, sich ziemlich wieder erholte. So verfloß ein Jahr, als Constanze, Nicolos Gemahlin, niederkam, und samt dem Kinde, das sie geboren hatte, in den Wochen starb. Dieser Vorfall, bedauernswürdig an sich, weil ein tugendhaftes und wohlerzogenes Wesen verloren ging, war es doppelt, weil er den beiden Leidenschaften Nicolos, seiner Bigotterie und seinem Hange zu den Weibern, wieder Tor und Tür öffnete. Ganze Tage lang trieb er sich wieder, unter dem Vorwand, sich zu trösten, in den Zellen der Karmelitermönche umher, und gleichwohl wußte man, daß er während der Lebzeiten seiner Frau, nur mit geringer Liebe und Treue an ihr gehangen hatte. Ja, Constanze war noch nicht unter der Erde, als Elvire schon zur Abendzeit, in Geschäften des bevorstehenden Begräbnisses in sein Zimmer tretend, ein Mädchen bei ihm fand, das, geschürzt und geschminkt, ihr als die Zofe der Xaviera Tartini nur zu wohl bekannt war. Elvire schlug bei diesem Anblick die Augen nieder, kehrte sich, ohne ein Wort zu sagen, um, und verließ das Zimmer; weder Piachi, noch sonst jemand, erfuhr ein Wort von diesem Vorfall, sie begnügte sich, mit betrübtem Herzen bei der Leiche Constanzens, die den Nicolo sehr geliebt hatte, niederzuknieen und zu weinen. Zufällig aber traf es sich, daß Piachi, der in der Stadt gewesen war, beim Eintritt in sein Haus dem Mädchen begegnete, und da er wohl merkte, was sie hier zu schaffen gehabt hatte, sie heftig anging und ihr halb mit List, halb mit Gewalt, den Brief, den sie bei sich trug, abgewann. Er ging auf sein Zimmer, um ihn zu lesen, und fand, was er vorausgesehen hatte, eine dringende Bitte Nicolos an Xaviera, ihm, behufs einer Zusammenkunft, nach der er sich sehne, gefälligst Ort und Stunde zu bestimmen. Piachi setzte sich nieder und antwortete, mit verstellter Schrift, im Namen Xavieras: »gleich, noch vor Nacht, in der Magdalenenkirche.« – siegelte diesen Zettel mit einem fremden Wappen zu, und ließ ihn, gleich als ob er von der Dame käme, in Nicolos Zimmer abgeben. Die List glückte vollkommen; Nicolo nahm augenblicklich seinen Mantel, und begab sich in Vergessenheit Constanzens, die im Sarg ausgestellt war, aus dem Hause. Hierauf bestellte Piachi, tief entwürdigt, das feierliche, für den kommenden Tag festgesetzte Leichenbegräbnis ab, ließ die Leiche, so wie sie ausgesetzt war, von einigen Trägern aufheben, und bloß von Elviren, ihm und einigen Verwandten begleitet, ganz in der Stille in dem Gewölbe der Magdalenenkirche, das für sie bereitet war, beisetzen. Nicolo, der in dem Mantel gehüllt, unter den Hallen der Kirche stand, und zu seinem Erstaunen einen ihm wohlbekannten Leichenzug herannahen sah, fragte den Alten, der dem Sarge folgte: was dies bedeute? und wen man herantrüge? Doch dieser, das Gebetbuch in der Hand, ohne das Haupt zu erheben, antwortete bloß: Xaviera Tartini: – worauf die Leiche, als ob Nicolo gar nicht gegenwärtig wäre, noch einmal entdeckelt, durch die Anwesenden gesegnet, und alsdann versenkt und in dem Gewölbe verschlossen ward. Dieser Vorfall, der ihn tief beschämte, erweckte in der Brust des Unglücklichen einen brennenden Haß gegen Elviren; denn ihr glaubte er den Schimpf, den ihm der Alte vor allem Volk angetan hatte, zu verdanken zu haben. Mehrere Tage lang sprach Piachi kein Wort mit ihm; und da er gleichwohl, wegen der Hinterlassenschaft Constanzens, seiner Geneigtheit und Gefälligkeit bedurfte: so sah er sich genötigt, an einem Abend des Alten Hand zu ergreifen und ihm mit der Miene der Reue, unverzüglich und auf immerdar, die Verabschiedung der Xaviera anzugeloben. Aber dies Versprechen war er wenig gesonnen zu halten; vielmehr schärfte der Widerstand, den man ihm entgegen setzte, nur seinen Trotz, und übte ihn in der Kunst, die Aufmerksamkeit des redlichen Alten zu umgehen. Zugleich war ihm Elvire niemals schöner vorgekommen, als in dem Augenblick, da sie, zu seiner Vernichtung, das Zimmer, in welchem sich das Mädchen befand, öffnete und wieder schloß. Der Unwille, der sich mit sanfter Glut auf ihren Wangen entzündete, goß einen unendlichen Reiz über ihr mildes, von Affekten nur selten bewegtes Antlitz; es schien ihm unglaublich, daß sie, bei soviel Lockungen dazu, nicht selbst zuweilen auf dem Wege wandeln sollte, dessen Blumen zu brechen er eben so schmählich von ihr gestraft worden war. Er glühte vor Begierde, ihr, falls dies der Fall sein sollte, bei dem Alten denselben Dienst zu erweisen, als sie ihm, und bedurfte und suchte nichts, als die Gelegenheit, diesen Vorsatz ins Werk zu richten. Einst ging er, zu einer Zeit, da gerade Piachi außer dem Hause war, an Elvirens Zimmer vorbei, und hörte, zu seinem Befremden, daß man darin sprach. Von raschen, heimtückischen Hoffnungen durchzuckt, beugte er sich mit Augen und Ohren gegen das Schloß nieder, und – Himmel! was erblickte er? Da lag sie, in der Stellung der Verzückung, zu jemandes Füßen, und ob er gleich die Person nicht erkennen konnte, so vernahm er doch ganz deutlich, recht mit dem Akzent der Liebe ausgesprochen, das geflüsterte Wort: Colino. Er legte sich mit klopfendem Herzen in das Fenster des Korridors, von wo aus er, ohne seine Absicht zu verraten, den Eingang des Zimmers beobachten konnte; und schon glaubte er, bei einem Geräusch, das sich ganz leise am Riegel erhob, den unschätzbaren Augenblick, da er die Scheinheilige entlarven könne, gekommen: als, statt des Unbekannten den er erwartete, Elvire selbst, ohne irgend eine Begleitung, mit einem ganz gleichgültigen und ruhigen Blick, den sie aus der Ferne auf ihn warf, aus dem Zimmer hervortrat. Sie hatte ein Stück selbstgewebter Leinwand unter dem Arm; und nachdem sie das Gemach, mit einem Schlüssel, den sie sich von der Hüfte nahm, verschlossen hatte, stieg sie ganz ruhig, die Hand ans Geländer gelehnt, die Treppe hinab. Diese Verstellung, diese scheinbare Gleichgültigkeit, schien ihm der Gipfel der Frechheit und Arglist, und kaum war sie ihm aus dem Gesicht, als er schon lief, einen Hauptschlüssel herbeizuholen, und nachdem er die Umringung, mit scheuen Blicken, ein wenig geprüft hatte, heimlich die Tür des Gemachs öffnete. Aber wie erstaunte er, als er alles leer fand, und in allen vier Winkeln, die er durchspähte, nichts, das einem Menschen auch nur ähnlich war, entdeckte: außer dem Bild eines jungen Ritters in Lebensgröße, das in einer Nische der Wand, hinter einem rotseidenen Vorhang, von einem besondern Lichte bestrahlt, aufgestellt war. Nicolo erschrak, er wußte selbst nicht warum: und eine Menge Gedanken fuhren ihm, den großen Augen des Bildes, das ihn starr ansah, gegenüber, durch die Brust: doch ehe er sie noch gesammelt und geordnet hatte, ergriff ihn schon Furcht, von Elviren entdeckt und gestraft zu werden; er schloß, in nicht geringer Verwirrung, die Tür wieder zu, und entfernte sich. Je mehr er über diesen sonderbaren Vorfall nachdachte, je wichtiger ward ihm das Bild, das er entdeckt hatte, und je peinlicher und brennender war die Neugierde in ihm, zu wissen, wer damit gemeint sei. Denn er hatte sie, im ganzen Umriß ihrer Stellung auf Knieen liegen gesehen, und es war nur zu gewiß, daß derjenige, vor dem dies geschehen war, die Gestalt des jungen Ritters auf der Leinwand war. In der Unruhe des Gemüts, die sich seiner bemeisterte, ging er zu Xaviera Tartini, und erzählte ihr die wunderbare Begebenheit, die er erlebt hatte. Diese, die in dem Interesse, Elviren zu stürzen, mit ihm zusammentraf, indem alle Schwierigkeiten, die sie in ihrem Umgang fanden, von ihr herrührten, äußerte den Wunsch, das Bild, das in dem Zimmer derselben aufgestellt war, einmal zu sehen. Denn einer ausgebreiteten Bekanntschaft unter den Edelleuten Italiens konnte sie sich rühmen, und falls derjenige, der hier in Rede stand, nur irgend einmal in Rom gewesen und von einiger Bedeutung war, so durfte sie hoffen, ihn zu kennen. Es fügte sich auch bald, daß die beiden Eheleute Piachi, da sie einen Verwandten besuchen wollten, an einem Sonntag auf das Land reiseten, und kaum wußte Nicolo auf diese Weise das Feld rein, als er schon zu Xavieren eilte, und diese mit einer kleinen Tochter, die sie von dem Kardinal hatte, unter dem Vorwande, Gemälde und Stickereien zu besehen, als eine fremde Dame in Elvirens Zimmer führte. Doch wie betroffen war Nicolo, als die kleine Klara (so hieß die Tochter), sobald er nur den Vorhang erhoben hatte, ausrief: »Gott, mein Vater! Signor Nicolo, wer ist das anders, als Sie?« – Xaviera verstummte. Das Bild, in der Tat, je länger sie es ansah, hatte eine auffallende Ähnlichkeit mit ihm: besonders wenn sie sich ihn, wie ihrem Gedächtnis gar wohl möglich war, in dem ritterlichen Aufzug dachte, in welchem er, vor wenigen Monaten, heimlich mit ihr auf dem Karneval gewesen war. Nocolo versuchte ein plötzliches Erröten, das sich über seine Wangen ergoß, wegzuspotten; er sagte, indem er die Kleine küßte: wahrhaftig, liebste Klara, das Bild gleicht mir, wie du demjenigen, der sich deinen Vater glaubt! – Doch Xaviera, in deren Brust das bittere Gefühl der Eifersucht rege geworden war, warf einen Blick auf ihn; sie sagte, indem sie vor den Spiegel trat, zuletzt sei es gleichgültig, wer die Person sei; empfahl sich ihm ziemlich kalt und verließ das Zimmer. Nicolo verfiel, sobald Xaviera sich entfernt hatte, in die lebhafteste Bewegung über diesen Auftritt. Er erinnerte sich, mit vieler Freude, der sonderbaren und lebhaften Erschütterung, in welche er, durch die phantastische Erscheinung jener Nacht, Elviren versetzt hatte. Der Gedanke, die Leidenschaft dieser, als ein Muster der Tugend umwandelnden Frau erweckt zu haben, schmeichelte ihn fast eben so sehr, als die Begierde, sich an ihr zu rächen; und da sich ihm die Aussicht eröffnete, mit einem und demselben Schlage beide, das eine Gelüst, wie das andere, zu befriedigen, so erwartete er mit vieler Ungeduld Elvirens Wiederkunft, und die Stunde, da ein Blick in ihr Auge seine schwankende Überzeugung krönen würde. Nichts störte ihn in dem Taumel, der ihn ergriffen hatte, als die bestimmte Erinnerung, daß Elvire das Bild, vor dem sie auf Knieen lag, damals, als er sie durch das Schlüsselloch belauschte: Colino, genannt hatte; doch auch in dem Klang dieses, im Lande nicht eben gebräuchlichen Namens, lag mancherlei, das sein Herz, er wußte nicht warum, in süße Träume wiegte, und in der Alternative, einem von beiden Sinnen, seinem Auge oder seinem Ohr zu mißtrauen, neigte er sich, wie natürlich, zu demjenigen hinüber, der seiner Begierde am lebhaftesten schmeichelte. Inzwischen kam Elvire erst nach Verlauf mehrer Tage von dem Lande zurück, und da sie aus dem Hause des Vetters, den sie besucht hatte, eine junge Verwandte mitbrachte, die sich in Rom umzusehen wünschte, so warf sie, mit Artigkeiten gegen diese beschäftigt, auf Nicolo, der sie sehr freundlich aus dem Wagen hob, nur einen flüchtigen nichtsbedeutenden Blick. Mehrere Wochen, der Gastfreundin, die man bewirtete, aufgeopfert, vergingen in einer dem Hause ungewöhnlichen Unruhe; man besuchte, in- und außerhalb der Stadt, was einem Mädchen, jung und lebensfroh, wie sie war, merkwürdig sein mochte; und Nicolo, seiner Geschäfte im Kontor halber, zu allen diesen kleinen Fahrten nicht eingeladen, fiel wieder, in Bezug auf Elviren, in die übelste Laune zurück. Er begann wieder, mit den bittersten und quälendsten Gefühlen, an den Unbekannten zurück zu denken, den sie in heimlicher Ergebung vergötterte; und dies Gefühl zerriß besonders am Abend der längst mit Sehnsucht erharrten Abreise jener jungen Verwandten sein verwildertes Herz, da Elvire, statt nun mit ihm zu sprechen, schweigend, während einer ganzen Stunde, mit einer kleinen, weiblichen Arbeit beschäftigt, am Speisetisch saß. Es traf sich, daß Piachi, wenige Tage zuvor, nach einer Schachtel mit kleinen, elfenbeinernen Buchstaben gefragt hatte, vermittelst welcher Nicolo in seiner Kindheit unterrichtet worden, und die dem Alten nun, weil sie niemand mehr brauchte, in den Sinn gekommen war, an ein kleines Kind in der Nachbarschaft zu verschenken. Die Magd, der man aufgegeben hatte, sie, unter vielen anderen, alten Sachen, aufzusuchen, hatte inzwischen nicht mehr gefunden, als die sechs, die den Namen: Nicolo ausmachen; wahrscheinlich weil die andern, ihrer geringeren Beziehung auf den Knaben wegen, minder in Acht genommen und, bei welcher Gelegenheit es sei, verschleudert worden waren. Da nun Nicolo die Lettern, welche seit mehreren Tagen auf dem Tisch lagen, in die Hand nahm, und während er, mit dem Arm auf die Platte gestützt, in trüben Gedanken brütete, damit spielte, fand er – zufällig, in der Tat, selbst, denn er erstaunte darüber, wie er noch in seinem Leben nicht getan – die Verbindung heraus, welche den Namen: Colino bildet. Nicolo, dem diese logogriphische Eigenschaft seines Namens fremd war, warf, von rasenden Hoffnungen von neuem getroffen, einen ungewissen und scheuen Blick auf die ihm zur Seite sitzende Elvire. Die Übereinstimmung, die sich zwischen beiden Wörtern angeordnet fand, schien ihm mehr als ein bloßer Zufall, er erwog, in unterdrückter Freude, den Umfang dieser sonderbaren Entdeckung, und harrte, die Hände vom Tisch genommen, mit klopfendem Herzen des Augenblicks, da Elvire aufsehen und den Namen, der offen da lag, erblicken würde. Die Erwartung, in der er stand, täuschte ihn auch keineswegs; denn kaum hatte Elvire, in einem müßigen Moment, die Aufstellung der Buchstaben bemerkt, und harmlos und gedankenlos, weil sie ein wenig kurzsichtig war, sich näher darüber hingebeugt, um sie zu lesen: als sie schon Nicolos Antlitz, der in scheinbarer Gleichgültigkeit darauf niedersah, mit einem sonderbar beklommenen Blick überflog, ihre Arbeit, mit einer Wehmut, die man nicht beschreiben kann, wieder aufnahm, und, unbemerkt wie sie sich glaubte, eine Träne nach der anderen, unter sanftem Erröten, auf ihren Schoß fallen ließ. Nicolo, der alle diese innerlichen Bewegungen, ohne sie anzusehen, beobachtete, zweifelte gar nicht mehr, daß sie unter dieser Versetzung der Buchstaben nur seinen eignen Namen verberge. Er sah sie die Buchstaben mit einemmal sanft übereinander schieben, und seine wilden Hoffnungen erreichten den Gipfel der Zuversicht, als sie aufstand, ihre Handarbeit weglegte und in ihr Schlafzimmer verschwand. Schon wollte er aufstehen und ihr dahin folgen: als Piachi eintrat, und von einer Hausmagd, auf die Frage, wo Elvire sei? zur Antwort erhielt: »daß sie sich nicht wohl befinde und sich auf das Bett gelegt habe.« Piachi, ohne eben große Bestürzung zu zeigen, wandte sich um, und ging, um zu sehen, was sie mache; und da er nach einer Viertelstunde, mit der Nachricht, daß sie nicht zu Tische kommen würde, wiederkehrte und weiter kein Wort darüber verlor: so glaubte Nicolo den Schlüssel zu allen rätselhaften Auftritten dieser Art, die er erlebt hatte, gefunden zu haben. Am andern Morgen, da er, in seiner schändlichen Freude, beschäftigt war, den Nutzen, den er aus dieser Entdeckung zu ziehen hoffte, zu überlegen, erhielt er ein Billet von Xavieren, worin sie ihn bat, zu ihr zu kommen, indem sie ihm, Elviren betreffend, etwas, das ihm interessant sein würde, zu eröffnen hätte. Xaviera stand, durch den Bischof, der sie unterhielt, in der engsten Verbindung mit den Mönchen des Karmeliterklosters; und da seine Mutter in diesem Kloster zur Beichte ging, so zweifelte er nicht, daß es jener möglich gewesen wäre, über die geheime Geschichte ihrer Empfindungen Nachrichten, die seine unnatürlichen Hoffnungen bestätigen konnten, einzuziehen. Aber wie unangenehm, nach einer sonderbaren schalkhaften Begrüßung Xavierens, ward er aus der Wiege genommen, als sie ihn lächelnd auf den Diwan, auf welchem sie saß, niederzog, und ihm sagte: sie müsse ihm nur eröffnen, daß der Gegenstand von Elvirens Liebe ein, schon seit zwölf Jahren, im Grabe schlummernder Toter sei. – Aloysius, Marquis von Montferrat, dem ein Oheim zu Paris, bei dem er erzogen worden war, den Zunamen Collin, späterhin in Italien scherzhafter Weise in Colino umgewandelt, gegeben hatte, war das Original des Bildes, das er in der Nische, hinter dem rotseidenen Vorhang, in Elvirens Zimmer entdeckt hatte; der junge, genuesische Ritter, der sie, in ihrer Kindheit, auf so edelmütige Weise aus dem Feuer gerettet und an den Wunden, die er dabei empfangen hatte, gestorben war. – Sie setzte hinzu, daß sie ihn nur bitte, von diesem Geheimnis weiter keinen Gebrauch zu machen, indem es ihr, unter dem Siegel der äußersten Verschwiegenheit, von einer Person, die selbst kein eigentliches Recht darüber habe, im Karmeliterkloster anvertraut worden sei. Nicolo versicherte, indem Blässe und Röte auf seinem Gesicht wechselten, daß sie nichts zu befürchten habe; und gänzlich außer Stand, wie er war, Xavierens schelmischen Blicken gegenüber, die Verlegenheit, in welche ihn diese Eröffnung gestürzt hatte, zu verbergen, schützte er ein Geschäft vor, das ihn abrufe, nahm, unter einem häßlichen Zucken seiner Oberlippe, seinen Hut, empfahl sich und ging ab. Beschämung, Wollust und Rache vereinigten sich jetzt, um die abscheulichste Tat, die je verübt worden ist, auszubrüten. Er fühlte wohl, daß Elvirens reiner Seele nur durch einen Betrug beizukommen sei; und kaum hatte ihm Piachi, der auf einige Tage aufs Land ging, das Feld geräumt, als er auch schon Anstalten traf, den satanischen Plan, den er sich ausgedacht hatte, ins Werk zu richten. Er besorgte sich genau denselben Anzug wieder, in welchem er, vor wenig Monaten, da er zur Nachtzeit heimlich vom Karneval zurückkehrte, Elviren erschienen war; und Mantel, Kollett und Federhut, genuesischen Zuschnittts, genau so, wie sie das Bild trug, umgeworfen, schlich er sich, kurz vor dem Schlafengehen, in Elvirens Zimmer, hing ein schwarzes Tuch über das in der Nische stehende Bild, und wartete, einen Stab in der Hand, ganz in der Stellung des gemalten jungen Patriziers, Elvirens Vergötterung ab. Er hatte auch, im Scharfsinn seiner schändlichen Leidenschaft, ganz richtig gerechnet; denn kaum hatte Elvire, die bald darauf eintrat, nach einer stillen und ruhigen Entkleidung, wie sie gewöhnlich zu tun pflegte, den seidnen Vorhang, der die Nische bedeckte, eröffnet und ihn erblickt: als sie schon: Colino! Mein Geliebter! rief und ohnmächtig auf das Getäfel des Bodens niedersank. Nicolo trat aus der Nische hervor; er stand einen Augenblick, im Anschauen ihrer Reize versunken, und betrachtete ihre zarte, unter dem Kuß des Todes plötzlich erblassende Gestalt: hob sie aber bald, da keine Zeit zu verlieren war, in seinen Armen auf, und trug sie, indem er das schwarze Tuch von dem Bild herabriß, auf das im Winkel des Zimmers stehende Bett. Dies abgetan, ging er, die Tür zu verriegeln, fand aber, daß sie schon verschlossen war; und sicher, daß sie auch nach Wiederkehr ihrer verstörten Sinne, seiner phantastischen, dem Ansehen nach überirdischen Erscheinung keinen Widerstand leisten würde, kehrte er jetzt zu dem Lager zurück, bemüht, sie mit heißen Küssen auf Brust und Lippen aufzuwecken. Aber die Nemesis, die dem Frevel auf dem Fuß folgt, wollte, daß Piachi, den der Elende noch auf mehrere Tage entfernt glaubte, unvermutet, in eben dieser Stunde, in seine Wohnung zurückkehren mußte; leise, da er Elviren schon schlafen glaubte, schlich er durch den Korridor heran, und da er immer den Schlüssel bei sich trug, so gelang es ihm, plötzlich, ohne daß irgend ein Geräusch ihn angekündigt hätte, in das Zimmer einzutreten. Nicolo stand wie vom Donner gerührt; er warf sich, da seine Büberei auf keine Weise zu bemänteln war, dem Alten zu Füßen, und bat ihn, unter der Beteurung, den Blick nie wieder zu seiner Frau zu erheben, um Vergebung. Und in der Tat war der Alte auch geneigt, die Sache still abzumachen; sprachlos, wie ihn einige Worte Elvirens gemacht hatten, die sich von seinen Armen umfaßt, mit einem entsetzlichen Blick, den sie auf den Elenden warf, erholt hatte, nahm er bloß, indem er die Vorhänge des Bettes, auf welchem sie ruhte, zuzog, die Peitsche von der Wand, öffnete ihm die Tür und zeigte ihm den Weg, den er unmittelbar wandern sollte. Doch dieser, eines Tartüffe völlig würdig, sah nicht sobald, daß auf diesem Wege nichts auszurichten war, als er plötzlich vom Fußboden erstand und erklärte: an ihm, dem Alten, sei es, das Haus zu räumen, denn er durch vollgültige Dokumente eingesetzt, sei der Besitzer und werde sein Recht, gegen wen immer auf der Welt es sei, zu behaupten wissen! – Piachi traute seinen Sinnen nicht; durch diese unerhörte Frechheit wie entwaffnet, legte er die Peitsche weg, nahm Hut und Stock, lief augenblicklich zu seinem alten Rechtsfreund, dem Doktor Valerio, klingelte eine Magd heraus, die ihm öffnete, und fiel, da er sein Zimmer erreicht hatte, bewußtlos, noch ehe er ein Wort vorgebracht hatte, an seinem Bette nieder. Der Doktor, der ihn und späterhin auch Elviren in seinem Hause aufnahm, eilte gleich am andern Morgen, die Festsetzung des höllischen Bösewichts, der mancherlei Vorteile für sich hatte, auszuwirken; doch während Piachi seine machtlosen Hebel ansetzte, ihn aus den Besitzungen, die ihm einmal zugeschrieben waren, wieder zu verdrängen, flog jener schon mit einer Verschreibung über den ganzen Inbegriff derselben, zu den Karmelitermönchen, seinen Freunden, und forderte sie auf, ihn gegen den alten Narren, er ihn daraus vertreiben wolle, zu beschützen. Kurz, da er Xavieren, welche der Bischof los zu sein wünschte, zu heiraten willigte, siegte die Bosheit, und die Regierung erließ, auf Vermittelung dieses geistlichen Herrn, ein Dekret, in welchem Nicolo in den Besitz bestätigt und dem Piachi aufgegeben ward, ihn nicht darin zu belästigen. Piachi hatte gerade Tags zuvor die unglückliche Elvire begraben, die an den Folgen eines hitzigen Fiebers, das ihr jener Vorfall zugezogen hatte, gestorben war. Durch diesen doppelten Schmerz gereizt, ging er, das Dekret in der Tasche, in das Haus, und stark, wie die Wut ihn machte, warf er den von Natur schwächeren Nicolo nieder und drückte ihm das Gehirn an der Wand ein. Die Leute die im Hause waren, bemerkten ihn nicht eher, als bis die Tat geschehen war; sie fanden ihn noch, da er den Nicolo zwischen den Knien hielt, und ihm das Dekret in den Mund stopfte. Dies abgemacht, stand er, indem er alle seine Waffen abgab, auf; ward ins Gefängnis gesetzt, verhört und verurteilt, mit dem Strange vom Leben zum Tode gebracht zu werden. In dem Kirchenstaat herrscht ein Gesetz, nach welchem kein Verbrecher zum Tode geführt werden kann, bevor er die Absolution empfangen. Piachi, als ihm der Stab gebrochen war, verweigerte sich hartnäckig der Absolution. Nachdem man vergebens alles, was die Religion an die Hand gab, versucht hatte, ihm die Strafwürdigkeit seiner Handlung fühlbar zu machen, hoffte man, ihn durch den Anblick des Todes, der seiner wartete, in das Gefühl der Reue hineinzuschrecken, und führte ihn nach dem Galgen hinaus. Hier stand ein Priester und schilderte ihm, mit der Lunge der letzten Posaune, alle Schrecknisse der Hölle, in die seine Seele hinabzufahren im Begriff war; dort ein anderer, den Leib des Herrn, das heilige Entsühnungsmittel in der Hand, und pries ihm die Wohnungen des ewigen Friedens. – »Willst du der Wohltat der Erlösung teilhaftig werden?« fragten ihn beide. »Willst du das Abendmahl empfangen?« – Nein, antwortete Piachi. – »Warum nicht?« – Ich will nicht selig sein. Ich will in den untersten Grund der Hölle hinabfahren. Ich will den Nicolo, der nicht im Himmel sein wird, wiederfinden, und meine Rache, die ich hier nur unvollständig befriedigen konnte, wieder aufnehmen! – Und damit bestieg er die Leiter und forderte den Nachrichter auf, sein Amt zu tun. Kurz, man sah sich genötigt, mit der Hinrichtung einzuhalten, und den Unglücklichen, den das Gesetz in Schutz nahm, wieder in das Gefängnis zurückzuführen. Drei hinter einander folgende Tage machte man dieselben Versuche und immer mit demselben Erfolg. Als er am dritten Tage wieder, ohne an den Galgen geknüpft zu werden, die Leiter herabsteigen mußte: hob er, mit einer grimmigen Gebärde, die Hände empor, das unmenschliche Gesetz verfluchend, das ihn nicht zur Hölle fahren lassen wolle. Er rief die ganze Schar der Teufel herbei, ihn zu holen, verschwor sich, sein einziger Wunsch sei, gerichtet und verdammt zu werden, und versicherte, er würde noch dem ersten, besten Priester an den Hals kommen, um des Nicolo in der Hölle wieder habhaft zu werden! – Als man dem Papst dies meldete, befahl er, ihn ohne Absolution hinzurichten; kein Priester begleitete ihn, man knüpfte ihn, ganz in der Stille, auf dem Platz del popolo auf.
Guillermo Samperio: La Señorita Green, Tales of mystery, Relatos de terror, Horror stories, Short stories, Science fiction stories, Anthology of horror, Antología de terror, Anthology of mystery, Antología de misterio, Scary stories, Scary Tales
Descolgué el teléfono y escuché un jadeo venéreo otro lado de la línea. –¿Quién es? –pregunté. –Yo soy el que jadea –respondió una voz neutra, quizá algo cansada. Colgué, perplejo, y apareció mi mujer en la puerta del salón. –¿Quién era? –El que jadea –dije. –Habérmelo pasado. –¿Para qué? –No sé, me da pena. Para que se aliviara un poco. Continué leyendo el periódico y al poco volvió a sonar el aparato. Dejé que mi mujer se adelantara y sin despegar los ojos de las noticias de internacional, como si estuviera interesado en la alta política, la oí hablar con el psicópata. –No te importe –decía–, resopla todo lo que quieras, hijo. A mi no me das miedo. Si la gente fuera como tú, el mundo iría mejor. Al fin y al cabo, no matas, no atracas, no desfalcas. Y encima le das a ganar unas pesetas a la Telefónica. Otra cosa es que jadearas a costa del receptor. La semana pasada telefoneó un jadeador desde Nueva York a cobro revertido. Le dije que a cobro revertido le jadeara a su madre, hasta ahí podíamos llegar. Por cierto, que Madrid ya no tiene nada que envidiar a las grandes capitales del mundo en cuestión de jadeadores. Tú mismo eres tan profesional como uno americano. Enhorabuena, hijo. A continuación escuchó un poco sofocada dos o tres tandas de jadeos, y colgó con naturalidad. Yo intenté reprimirme, creo que cada uno puede hacer lo que le dé la gana, pero no pude. Me salió la bestia autoritaria que llevo dentro. –No me parece muy edificante la conversación que has tenido con ese degenerado, la verdad. Ella se asomó a la página de mi periódico y al ver las fotos de las amantes de Clinton por orden alfabético respondió que un lector de pornografía barata no era quién para meterse con un pobre jadeador que vivía con su madre paralítica, y cuyo único desahogo sexual era el jadeo telefónico. Me mordí la lengua para no discutir, porque era sábado y quería empezar bien el fin de semana. Pero el domingo, mientras mi mujer estaba en misa, telefoneó de nuevo el jadeador y le mandé a la mierda. –Se lo voy a contar a tu mujer –respondió en tono de amenaza–. Le voy a decir cómo tratas tú a la gente educada y te vas a enterar de lo que vale un peine. –Tampoco es para ponerse así –dije dando marcha atrás, no tenía ganas de líos domésticos–. Es que me has cogido en un mal momento. Discúlpame. –Está bien, está bien. ¿Y tu mujer? –Se ha ido a misa. –Dile que luego la llamo. Me quedé un rato pensativo. Desde pequeño, siempre había deseado jadear por teléfono, pero mis padres decían que era una cosa de enfermos mentales. Me he perdido lo mejor de la vida por escrúpulos morales, o por prejuicios culturales, no sé. Pero al ver aquella relación tan sana entre mi mujer y el jadeador pensé que no podía ser malo. Así que marqué un número al azar y me puse a jadear como un loco, intentando recuperar los años perdidos. –¿Quién es? –preguntó con cierta alarma una mujer cuya voz me resultó familiar. –Soy el jadeador –dije con naturalidad. –Espere, que le paso a mi marido. El marido resultó ser mi padre, nos reconocimos enseguida: inconscientemente, había marcado su número. Me dijo que ya sabían los dos que acabaría así y colgó. Luego llamaron a mi mujer y le contaron todo. Ella dice que quiere abandonarme, por psicópata, y me ha pedido que le firme unos papeles. –Jadear a tu propia madre. ¿Dónde se ha visto eso? Nunca acierto, sobre todo cuando imito a los demás para ponerme al día. Total, que ahora ya no puedo dejar de jadear, pero de angustia, aunque mis padres creen que lo hago por vicio.