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Un diorama piramidale è un papercraft tridimensionale che può essere utilizzato per un progetto scolastico.
Esquema con información sobre los volcanes. En él se detallan las partes más importantes de estos gigantes de la naturaleza, con una sen...
Cuando estudiamos la naturaleza en español, los accidentes geográficos hay una serie de palabras básicas que hay que aprender como las que aparecen en esta fotografía. Vamos a hacer un ejercicio p…
Completamos las plantillas de planificación que desde el curso escolar 2012-13 el maestro Isidro Burgos Ramos, nos enviase su original y que ahora seguimos ofreciendo y adaptando curso a curso. Se trata de una ficha con la que se simplifica maravillosamente el trabajo organizativo del aula. Para los que no …
José Antonio Luengo “Temo el día en que la tecnología sobrepase nuestra humanidad. El mundo solo tendrá una generación de… perdidos o desconectados” Albert Einstein En el Libro VII de la República, Platón nos presenta el mito de la caverna. El mito de la caverna, cargado de imágenes metafóricas, describe a unos hombres que desde niños fueron encadenados para vivir en el fondo de una cueva, dando sus espaldas a la entrada de la cueva. Atados de cara a la pared, e imposibilitados para poder ver otra cosa que no sea la pared de la caverna sobre la que se reflejan modelos o estatuas de animales y objetos que pasan delante de una gran hoguera. Estos hombres encadenados consideran como verdad las sombras de los objetos. Debido a las condiciones y naturaleza de su prisión se hallan condenados a tomar únicamente por ciertas y reales todas y cada una de las sombras proyectadas ya que no pueden conocer nada de lo que en realidad sucede a sus espaldas. Con la ayuda de un hombre superior uno de los hombres huye, el camino a la salida es difícil pero finalmente sale a la luz del día. Se siente deslumbrado, dolorido, no puede apenas abrir los ojos. Espera, tiene necesidad de hacerlo. Hasta que sus ojos pueden empezar a vislumbrar lo que a su alrededor late y vive con rotundidad. Consigue al final, ver. Y sus ojos se llenan de lágrimas. De emoción. Al descubrir un mundo desconocido. El que realmente brota de cada rayo de sol, el que se alimenta del agua de lluvia, el que se ilumina cada mañana entre mágicos temblores de luz y calor. Entonces se da cuenta de que ha vivido engañado, atado a las imágenes reflejadas en el fondo de la cueva. Imágenes sin corazón ni vida. Regresa a la caverna diciendo a sus antiguos compañeros que las únicas cosas que han podido ver hasta ese momento son sombras y apariencias y que el mundo real les espera en el exterior. Sus compañeros le toman por loco y se resignan a creer en su realidad, la realidad de las sombras que se reflejan en el fondo de la caverna. Platón nos explica el mundo de las ideas y cómo se puede llegar a él, para comprobar que todo lo que se ve en la caverna solo es un reflejo de la verdadera realidad. El mundo de sombras de la caverna simboliza para Platón el mundo físico de las apariencias, es decir el mundo sensible, en el que captaríamos únicamente, las sombras de la verdadera y perfecta realidad, que está en otro mundo, invisible a nuestra percepción sensible. En nuestra caverna. En nuestra habitación. En nuestro santuario. Salir al exterior de la caverna simboliza la transición hacia el mundo real, el acceso de a un nivel superior de conocimiento. El exterior es el mundo del pensamiento, el mundo de las Ideas. De la razón. ¿Podemos llegar a ser confusos y distraídos(*) esclavos[1] del (y en el) vasto mundo digital que rodea y condiciona nuestra vida, comunicación y relaciones? El mundo es inconcebible hoy sin las posibilidades, y también rigores, de los procesos complejos que dan forma, secuencia y recorrido a los parámetros y coordenadas tecnológicas que, de una manera manifiesta y creciente, ordenan, capitalizan y organizan la vida del ser humano. En muy poco tiempo, hasta las más insignificantes consecuencias. Hace muy poco tiempo, imaginarse un mundo en el que un simple dispositivo digital, no más grande que la palma de nuestra propia mano, podía llegar a instrumentar gran parte de las acciones que dan cuenta de nuestro día a día, en los diferentes contextos que constituyen nuestra existencia, hubiera representado una utopía posible, sin duda, pero alejada de las coordenadas espacio-tiempo en las que uno entiende que, razonablemente, va a estar por estos lares y, por supuesto, sentirse vivo. Vivo y activo. Una utopía posible en el tiempo, si bien lejana, probablemente, en el escenario cognitivo que configura los límites que captamos, cada uno de nosotros, como inherentes a nuestra existencia. Bueno, sí, pero lo verán otros… Hemos podido llegar a pensar. Un suspiro. Casi un pestañeo. Una inspiración. Cerramos los ojos. Un instante, un momento. Y ahí está. El futuro ha llegado. Está con nosotros. Se mezcla con nosotros. Nos cambia la cara, el estilo, la mirada y, por supuesto, el presente. El ahora de cada uno, de cada cosa, de cada gesto, de cada acción. Está ahí, activo, omnipotente. Forma parte de nuestra existencia, se pega a nuestra piel. Ilumina nuestra vida. Configura nuestras acciones. Las hace ágiles, en el tiempo y en la forma. Todo es accesible. Está ahí, al alcance de nuestra mano. Nunca mejor dicho. A golpe de tecla, de clic, de movimientos rápidos y coordinados de nuestros dedos. A golpe de dedo, todo instantáneo (**) casi sin darnos cuenta, navegamos por Internet, consultamos los periódicos, nos mantenemos conectados con amigos en nuestros perfiles de red sociales, usamos los mapas, revisamos el correo electrónico, mandamos mensajes, leemos un libro, vemos una película, hacemos fotos, escuchamos música, jugamos a videojuegos, agregamos notas y consultamos el calendario, revisamos nuestras cuentas bancarias, escribimos en nuestro blog, grabamos un vídeo o, incluso, mandamos imprimir un documento o enviar un fax. ¡Ah!. Y hasta hablamos por teléfono. Sin obviar la profundidad de la brecha digital que distancia de manera insondable determinados estratos y estructuras sociales, ámbitos geográficos o escenarios de actitud o aptitud, generando abismos cada vez más infranqueables de incomunicación, influencia y protagonismo, las posibilidades del mundo digital y sus herramientas esenciales -dispositivos, aplicaciones, programas y procesos-, han modificado de manera sustantiva la vida de hombres y mujeres, su cotidiano estar, ser y manejar sus cosas, tareas, tiempos y destrezas. Todo, incluso, hasta en la cama (***). Adultos con nuestras vidas, metidos en mil historias, mil cosas, responsabilidades, trabajo, pareja, ser padre o madre, hijo o hija. Entrando, como podemos (a veces podemos, parece, mucho) en un mundo que nos es distante, y nos mira con recelo. Nosotros, los adultos, no somos de este mundo; hemos llegado a él y lo usamos. Para nuestras necesidades. Pero no le pertenecemos. Entrando, como podemos en un mundo que, dicen los expertos, es el mundo de la generación digital, de los que han nacido en él. Los nativos digitales[2], dicen. Nacidos, casi, en otro universo, al menos en otro país, forjados en la hoguera de otro idioma, otras claves. Un nuevo código con el que comunicarse con los otros, pero, y esto es importante, un código para ser. Un singular cableado neuronal.[3] Para ser persona, creer, pensar, decir, estar, interpretar y, sobre todo, comunicarse, relacionarse, estar con otros… Son, por tanto, nuestros niños, adolescentes y jóvenes, nacidos en otro mundo, habilitados casi por imposición de mano, en un escenario para la comunicación y la información que, parece, cambiará el mundo para siempre. La mirada cara a cara y el abrazo en un segundo plano. Para siempre, tal vez. Y la caricia, y la sonrisa directa, clara, abierta, explícita. Y, tal vez, las pipas, mientras se pasea, por el parque o la ciudad. Y el cine, y el tacto de la mano que coge la nuestra. Y el refresco, la cerveza o el vino en una terraza. Mientras nos miramos, comemos patatas fritas y charlamos. Tal vez esté exagerando. Camino por la ciudad universitaria, en Madrid. Paseo por una de sus avenidas. Es un día de clase, casi a medio día, y los universitarios van de un lado para otro, con sus mochilas al hombro. Algunos hablan entre sí, comentando seguramente la última clase, los exámenes que vienen o han pasado, o la última fiesta del último fin de semana. No es raro, más bien al contrario, verles andar con el móvil en la mano. Y lo miran de vez en cuando, suene (o vibre) o no. Como si tuviera vida, como la si la vida, la nuestra dependiera del último sonido que alerta de que alguien quiere decirnos algo. Muchos lo manejan mientras andan, con sus dos manos, utilizando los pulgares a una velocidad extrema, mandando y recibiendo mensajes. Todo ello mientras caminan. Y se desplazan de un sitio a otro. Andrés es hijo de un amigo mío. Un chaval estupendo, en mi opinión. No creen lo mismo sus padres (cosas del conflicto intergeneracional), claro, que ven en él el arquetipo del adolescente insufrible. 14 años. Hijo único. Su habitación es una especie de santuario. Esto es, una especie de templo al que se acude en peregrinación y se venera una suerte de culto. Una habitación multifuncional. Multitarea. Andrés dispone de ordenador, tablet, videoconsola y un equipo de música. Que no usa demasiado, me cuenta su madre. Pasa muchas horas en su habitación, me dicen. Estudia y aprueba, cuentan. Pero apenas sale a la calle. Alguna vez los fines de semana. Pero suele recogerse en su espacio. Coloca el cartel de “no pasar, genio trabajando” y se sumerge en su particular mundo. Eso me dicen sus padres, insisto. A pesar de las muchas veces que estos le insisten que se siente con ellos a ver alguna película después de cenar, suele ver la televisión en su habitación. Los programas que él quiere, por supuesto. El streaming forma parte de su vida. De él dependen muchas conversaciones a mantener el día siguiente en el instituto. A veces consiente y se sienta con sus padres a ver algún programa. Suele hacerlo con su Smartphone en la mano, que suena y suena sin cesar (o vibra), y consulta de manera permanente. Lo peor, me dicen, es que todavía tiene la cara de decirnos que se está enterando de todo. Como cuando nos cuenta que puede hacer sus tareas escolares, oír música, estar pendiente del teléfono, revisar sus cuenta de twitter o instagram. Todo al mismo tiempo. Ah! Y es un experto jugador en red. Y no apaga nunca su móvil. Ni siquiera mientras duerme. Insisto, no obstante, me parece un chaval estupendo. Lo conozco desde chiquitín. Vive, muchas horas en su santuario, donde se produce cada día, cada tarde, cada noche, el milagro de la conectividad virtual. Su vida, dicen algunos expertos. La vida en paralelo, explican otros. La vida en un mundo nuevo, ilimitado y accesible permanentemente, señalan no pocos. Sentados en un banco estaban hoy tres chicos. Diez u once años de edad aproximadamente. Cada uno con un móvil, de última generación. Me encuentro sentado hojeando un libro en un banco cercano a ellos durante un buen rato. Pero les miro, intentando descifrar qué hacen, qué se cuentan, curioso por la forma de relacionarse que muestran. Por lo que puedo observar, se envían mensajes, algún que otro vídeo, comentan las entradas que llegaban a sus respectivos muros, las fotos que sus colegas cuelgan, las cosas que se dicen unos de otros… Se ríen. Mucho. Se divierten. Eso parece, al menos. Durante el tiempo que estoy cerca de ellos, cotilleando lo que hacen, no se miran. Al cabo de un raro se levantan, cogen sus cosas, esparcidas en el suelo, a sus pies, y se van entre carcajadas, cada uno observando la pantalla de su fantástico dispositivo. No se miraron. Fueron veinte minutos, más o menos. Ni se miraron. Compartieron sus cosas, sí. Pero sus miradas no se cruzaron. Poco tiempo para sacar conclusiones. Tal vez. Sin embargo, nada que no se vea cada vez con más frecuencia entre adolescentes. Nuestros pequeños, niños y adolescentes, los de ahora, no han nacido entre los 80 y 90, como decía Prensky. Son del Siglo XXI, con doce o trece años. Y crecen, vaya si crecen, en un entorno singular. Fundado en formatos digitales de información y comunicación. Es su mundo, lo sé. No quiero ni pienso en otra clave. Pero parece necesario pensar en la necesidad de equilibrio, de la proporción, de crecer en varios espacios, a diferentes velocidades, de respetar la mirada del otro, de sentirla, de leerla, de hacerla importante. De escuchar la voz, de abrazar, de besar, de acariciar, de coger la mano. De salir… a no hacer nada. De parar. De detenerte. De no estar a la última, de no saber de todo, de no ser el primero de la clase, de no ser popular, de tumbarse al sol… sin el móvil a mi lado. De salir a la calle sin él. De dormirme leyendo un libro. De apagar el ordenador. Y el móvil. Y oler y sentir el papel en mis manos mientras leo en el metro. O en la cama. Y de caminar y correr. Y saltar. Y sentarme en un banco a hablar mientras devoro un bocadillo. Y mirar las estrellas en verano y oler el mar… Sin mi móvil en el bolsillo, o al lado. O en mi mano. No basta con nacer. Se nace en un mundo, pero se crece en él. Se madura en él, se evoluciona y progresa en él. El entorno, tal como está configurado, no basta, no debe bastar, para explicar el resultado de las cosas, la realidad que vivimos. En nuestra mente, con nuestra mente. En la mente que lee activamente, con protagonismo y convencimiento, criterio y coraje. El actor interior que razona y ve, construye y decide. Desde el conocimiento y la ponderación de lo que es y no es. De lo que puede ser. De lo que es relevante y significativo, o banal y superfluo en la vida. Este es y debe ser el espacio de la educación. Entendida ésta como construcción, como opción crítica de la propia existencia, como idea de superación y mejora, de control y autocontrol, como desarrollo del mundo emocional, del comportamiento solidario, generoso y ético. La idea de una ciudadanía digital sólida, de una educación moral intra e interpersonal y, por supuesto, social. A veces pienso, seguro que exagero un poco, que los ahora adolescentes se van a perder algo, que nos vamos a perder algo todos. Algo sustantivo, no trivial, ni neutro. Ya se está yendo. No nos engañemos. Se está yendo parte del que supone vida real, la tangible, la que puede tocarse en cada momento. La que destila olores, perfumes de tacto. Y de contacto. La que ama el abrazo y el apretón de manos. La que escucha el corazón cerca. Latir. La que besa besando. La que mira a la cara. Y la que siente al otro, le siente cerca. Le siente vivo. Caliente. A su lado. No sé qué diría Platón de todo esto. ________________________________________________________________________ De interés Aulas sin ordenador en Silicon Valley ¿Somos un buen ejemplo? ¿Somos un buen ejemplo (2)? Más de la mitad de los españoles se considera adicto a Internet, según una encuesta de marzo de 2013 Corto Olvidé mi teléfono NO DEJÉIS DE VERLO http://www.huffingtonpost.es/2013/08/25/i-forgot-my-phone_n_3813520.html?utm_hp_ref=mostpopular [1] Completamente sometido a un deber, pasión, afecto, vicio, etc., del que es incapaz de independizarse [2] Término fue acuñado por Marc Prensky [3] El cerebro digital (Gary Small, Urano, 2009) (*) http://elpais.com/diario/2011/01/29/babelia/1296263535_850215.html (**) http://elpais.com/diario/2010/05/23/eps/1274596013_850215.html (***) http://elpais.com/diario/2010/09/30/sociedad/1285797601_850215.html
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