Una carga de caballería de miles de jinetes que llevan adosadas alas emplumadas a su coraza parece algo irreal, una broma, y sin embargo, los famosos Húsares Alados de Polonia existieron realmente y protagonizaron la mayor carga de caballería de la historia, aquella en la que, como si fueran ángeles alados, resultaron cruciales en la liberación de Viena del sitio otomano. Y es que en septiembre de 1683, las tropas otomanas, compuestas por mas de 150.000 hombres al mando del Visir Kará Mustafá, tras conquistar la mayoría de ciudades a orillas del Danubio, sometían a Viena a un duro asedio que duraba ya más de dos meses y que amenazaba muy seriamente con hacer caer también esta ciudad en manos de las tropas del Imperio Otomano. Toda Europa se sentía seriamente amenazada. Desde Viena, el emperador Leopoldo I pidió auxilio al Papa quien proclamó una cruzada para salvar Viena y de paso al resto de Europa. Prontamente se formó un contingente de tropas de unos 75.000 hombres, principalmente formado por alemanes y polacos, entre los que se hallaban los singulares Húsares Alados de Polonia (también los había lituanos). La batalla en defensa de Viena (conocida como Batalla de Kahlenberg) se libró frente a las murallas de la misma y el ejercito otomano consciente de su superioridad, despreció de forma temeraria a las fuerzas que fueron a socorrer la ciudad, de hecho, parece que inicialmente Kará Mustafá ni tan siquiera dispuso sus tropas en posición de batalla. El ejercito Imperial pronto puso en serios aprietos a las fuerzas sitiadoras pero sin lograr doblegarlas definitivamente. Todo se precipitó cuando se efectuó la que es considerada como la mayor carga de caballería de la historia. Nada menos que 18.000 arrojados jinetes formados en cuatro cuerpos y liderados por el Rey Juan III Sobieski al frente de sus 3000 Húsares Alados, se lanzaron sobre los sitiadores destrozando totalmente las líneas enemigas y poniendo en desbandada a las tropas otomanas. Fue tan clamoroso el éxito de la carga de caballería y tan evidente la derrota de las fuerzas contrarias que Sobieski, recordando las palabras de Julio Cesar, pero dándole el sentido propio de la Cruzada en la que participaba contra los infieles dijo: "Vinimos, vimos, Dios Venció" (Venimus, vidimus, Deus vicit). Los Husares Alados, era un cuerpo de elite, formado por jinetes voluntarios, en su mayoría miembros de la nobleza polaca y lituana, algo entendible pues eran los propios soldados los que habían de soportar el elevado coste del caballo, la armadura y el resto de la impedimenta. Su armadura estaba formada por un casco con visera y una coraza ricamente ornamentada a la que se le añadían unas alas de madera adornadas con plumas. Podían ir armados con sables curvos, estoques, pistolas o martillos de guerra, pero su arma preferida, su seña de identidad y la que les daba mayor potencial era la "kopia", una lanza hueca con punta de acero, pero mas larga que las picas de infantería, con la que lograban romper cualquier formación en su arrollador avance. Tras el primer impacto las lanzas, huecas para aligerar peso, se rompían fácilmente pero su efecto era demoledor en el primer impacto, suficiente para romper las temibles formaciones de piqueros. Seguro que tras su éxito, todos los Húsares Alados comieron los deliciosos Croissants, un rico pan elaborado por los panaderos vieneses tras la batalla y que curiosamente tuvieron también su protagonismo en la defensa de Viena. Tras ser condecorados decidieron festejar la victoria creando un pan en forma de media luna -el famoso cruasán- como alegoría del símbolo de las fuerzas otomanas vencidas. Era un pan extremandamente blando, como resultaron ser las tropas otomanas, y muy rico, como el sabor de la victoria. Pero la historia de los panaderos y su cruasán queda para otro día. El cuadro de la carga de los Húsares Alados es obra del pintor polaco Stanisław Kaczor-Batowski (1866-1946) El grupo Sabaton nos cuenta la historia en una de sus canciones con imágenes muy ilustrativas. Imagen: De Wikimedia Commons - Dominio Público (CC0) - Fuente Original
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Conquista de la Tracia Bizantina Bajo el mandato de su hijo, Murad I (1360-89), se hicieron las primeras conquistas estables en la Europa sudoriental. A pesar de…
En el imaginario del personal, las cargas de caballería medievales suelen verse representadas como una masa de jinetes que avanzan a galope tendido contra el enemigo unas distancias enormes y enristrando la lanza en todo momento. De hecho, la duración de la carga desde que se partía de las líneas propias hasta que se llegaba al contacto era de varios minutos lo cual, todo hay que decirlo, mola una bestialidad cuando lo vemos en las películas ambientadas en esa época que, como ya sabemos, suelen propalar camelos enormes. Como ya podemos imaginar, esta visión gallarda y arrolladora es falsa, así que esta entrada estará dedicada precisamente a desmitificar los bulos más extendidos sobre estas acciones de guerra. La creación de la orden caballeresca supuso un notable aumento de combatientes experimentados que introdujeron nuevas tácticas en los campos de batalla a partir de los inicios del segundo milenio. Poco a poco, la caballería pasó de ser una fuerza auxiliar al servicio de la infantería a una unidad decisiva, relegando a la infantería al papel de mero apoyo para rematar sus acciones. Pero las cargas de la cada vez más pujante caballería no eran precisamente como solemos verlas representadas, ni se llevaban a cabo como pensamos. Así pues, para mejor comprensión del desarrollo de estas acciones de guerra, veamos uno por uno los camelos más divulgados: 1. Los caballeros cargaban con la lanza bajo la axila. Falso a medias. Esa forma en embrazar la lanza no se extendió hasta el siglo XII aproximadamente. Anteriormente, los jinetes cargaban enarbolando la lanza por encima de la cabeza y arrojarla justo antes del contacto para, a continuación, meter mano a la espada; de esa forma se provocaban las primeras bajas entre los enemigos y se deshacían de un arma poco adecuada para combatir a distancias muy cortas, donde era más efectiva la espada, o bien las mazas, hachas o manguales. De hecho, incluso a veces cargaban con varias jabalinas que iban lanzando formando una rueda similar a las caracolas del siglo XVII, arrojando las jabalinas cada vez que pasaban ante la formación enemiga. Otra forma de usar la lanza era empuñándola como si de una espada se tratase para acuchillar antes de introducirse entre las filas del adversario, tal como la lleva el jinete del centro de la ilustración superior, procedente del Tapiz de Bayeux. Si observamos el resto de dicha ilustración, vemos a varios jinetes en plena carga y ninguno lleva la lanza embrazada. Antes al contrario, tres de ellos hacen el gesto de estar a punto de lanzarlas ante la inminencia del choque con el enemigo. La carga con lanza embrazada bajo la axila empezó a difundirse cuando las sillas de arzón alto y el petral permitía volcar en la lanza el empuje y la inercia de caballo y jinete sin que este saliera despedido hacia atrás por la violencia del impacto. Observemos la ilustración de la derecha, procedente de la Biblia Maciejowski y que muestra como un caballero derriba de un lanzazo a su enemigo. Como vemos, lleva la lanza embrazada bajo el sobaco, cabalga a la brida y el arzón de su silla es lo que impide que se desplace hacia atrás. La flecha roja señala el petral del caballo, correa que le rodea el pecho y está unida a la silla por ambos extremos. El petral tenía la misma finalidad: que el jinete no saliera despedido con silla incluida en caso de romperse la cincha, a la cual reforzaba repartiéndose entre ambas el brutal empujón que sufría cada vez que el jinete lanceaba a un enemigo. 2. La carga se realizaba a galope tendido También es un mito. Los caballos son animales aunque alguno piense que son máquinas, y como animales que son se cansan. Un caballo de guerra debía soportar un peso notable: el del jinete y el de su armamento, tanto defensivo como ofensivo. Podemos hablar de una media de 120-130 kg. incluyendo la silla de montar. Por otro lado, la carga no se realizaba necesariamente en un llano, sino en el terreno elegido por la infantería enemiga la cual, si era posible, solía buscar zonas elevadas para dominar el campo de batalla. Ello implicaba, obviamente, que al esfuerzo del animal por transportar al jinete había que añadir el de galopar cuesta arriba, por lo que el cansancio llegaría antes. Y una vez llegados al contacto, pues estar un buen rato maniobrando, retirándose, reagrupándose y volviendo a cargar. En definitiva, agotador para el pobre bicho. Y si hablamos de épocas posteriores, como en la foto superior, en la que los caballos eran equipados con bardas que pesaban sus buenas arrobas, razón de más para tomarse la cosa con un poco más de parsimonia. Así pues, la carga se iniciaba con un trote para cubrir la distancia hasta el enemigo, picando espuelas y arrancándose al galope solo en los metros finales, cuando convenía ganar velocidad para aumentar la violencia del impacto. Del mismo modo, las lanzas no se embrazaban hasta ese instante ya que llevar tres minutos o más un palo de 2,5 o 3 metros de largo con el peso concentrado en la punta del mismo dejaba el brazo molido. Así pues, la lanza la llevaban apoyada en el estribo o en la silla hasta el momento clave. A la derecha lo podemos ver con más claridad: varios caballeros avanzan al paso con sus lanzas apoyadas en la silla en este caso. Por otro lado, recordemos que hasta el siglo XV no aparecieron los ristres, por lo que era el brazo el que debía resistir el impacto al chocar contra el cuerpo o el escudo del enemigo. Si la lanza se partía o se quedaba en el cuerpo del adversario, que era lo más frecuente, era el momento de echar mano a la espada si bien muchos preferían las mazas, los manguales, los martillos o las hachas. ¿Por qué? Muy sencillo: eran armas muchísimo más baratas que las espadas. 3. Las cargas las realizaban grandes masas de jinetes Recordemos que los ejércitos de los siglos XI al XIII aproximadamente no disponían por lo general de numerosos efectivos de caballería. Salvo batallas específicas, una hueste normal no solía juntar más de 500 caballos con mucha suerte. Así pues, en muchos ejércitos se optaba por lanzar al ataque varias oleadas de varias decenas de caballeros que, en la práctica, eran bastante efectivas ya que cuando la primera oleada se retiraba la infantería se veía con la segunda abalanzándose contra ellos, y así sucesivamente. De esa forma, los caballos se agotaban menos, tenían menos bajas y se hacía bastante daño al enemigo. Recordemos igualmente que estos jinetes no se enfrentaban con grandes cuadros de infantería, sino con pequeñas mesnadas de varios cientos de peones bastante acojonados a los que la visión de cincuenta caballos coraza les provocaba vahídos de terror. Silla de montar del siglo XI. Por poner un ejemplo, los normandos usaban grupos de entre 25 y 50 jinetes denominados conroi los cuales igual chocaban contra la infantería que les arrojaban sus lanzas y se retiraban para volver a cargar, una maniobra parecida al tornafuye que tanta popularidad tuvo en la Península. En la ilustración superior podemos ver como actuaba la caballería en casos así: los jinetes no llegan al contacto, sino que arrojan sus lanzas u hostigan con las mismas a una infantería apalancada en el terreno. Así pues, las típicas cargas cerradas estribo contra estribo no empezaron a difundirse hasta allá por el siglo XII, teniendo en cuenta que tras el contacto se rompía la formación para poder acuchillar a los enemigos, cosa imposible si los jinetes permanecían unidos. 4. Y tras la carga, ¿qué pasaba? Obviamente, la carga en sí era el inicio de una acción táctica, la cual terminaba en el instante en que se llegaba al contacto. En ese momento, podían ocurrir varias cosas, a saber: 1. El empuje de la caballería logra romper la línea enemiga y pone en fuga a la infantería. En ese momento, la caballería explota la situación y persigue a los fugitivos masacrándolos sin piedad apoyados por la infantería propia. Esta acción podía ser decisiva y dar la victoria sin más dilación. Si un grupo de peones mal armados eran presa del pánico y echaban a correr perdían su mejor defensa, que no era otra que permanecer lo más unidos posibles cerrando filas para impedir que los jinetes se infiltraran entre ellos. Si eso ocurría estaban perdidos sin remisión porque serían alcanzados y abatidos uno a uno por hombres que les golpeaban en la cabeza y la espalda desde una posición más elevada. En resumen, una auténtica masacre. 2. La infantería enemiga resiste la carga y mantiene la formación. En ese caso, la caballería ha fracasado porque si la línea enemiga se mantiene intacta su acción no ha tenido el resultado apetecido. Ante eso, la caballería solo puede hacer una cosa: retirarse a una distancia prudencial, reagruparse y cargar de nuevo, o bien dejar que la infantería propia lo intente quedando ellos a la espera por si es necesaria su actuación en algún momento de la batalla y para acudir donde sea menester. En todo caso, para los jinetes era suicida permanecer al alcance de las alabardas, bisarmas y demás armas enastadas de la infantería porque si algún peón lograba engancharlo y derribarlo era hombre muerto. Apenas tocase el suelo se abalanzarían sobre él varios enemigos y lo dejarían en un estado lamentable. 3. La caballería rompe la línea enemiga, pero no logra poner en fuga a la infantería. Es una situación complicada ya que el empuje de la carga se pierde, la formación se rompe y con ello la ventaja táctica que supone la masa de jinetes. Estos quedan rodeados de peones deseosos de rebanar sus pescuezos, y deben optar entre retirarse para volver a cargar o bien verse envueltos en una mêlée de dudosos resultados. La infantería intentará descabalgar a los jinetes para rematarlos en el suelo o bien desjarretar a los caballos. Si la infantería se crece o alguna unidad acude en su auxilio, la situación puede volverse sumamente comprometida para los jinetes, y en ese caso lo mejor es salir de naja antes de verse bonitamente apiolados. No obstante, si la infantería propia les seguía de cerca podrán aprovechar el momento para impedir que los enemigos reaccionen y, combinando sus fuerzas con la de los jinetes, terminar de desbaratar sus filas y obligarlos a retirarse. 4. ¿Y qué pasa con los caballeros cuyos caballos han muerto? Pues no les toca otra que luchar a pie. Ello no les supone ningún problema porque están bien armados y perfectamente adiestrados para combatir en cualquier circunstancia, mientras que sus enemigos son por lo general peones o milicianos poco duchos en artes marciales. Pero se encuentran con tres inconvenientes, a cual peor: por un lado, sus largos acicates les estorban al caminar y/o moverse, restándoles movilidad y, obviamente, no disponen de tiempo para quitárselos. Así mismo, sus largos escudos de cometa que tan bien les protegen montados en sus caballos, a pie son bastante engorrosos. Y por otro lado están en clara inferioridad numérica, ya que el cuadro de infantería contra el que cargaron unos instantes antes cuadruplicaba el número de jinetes. Así pues, el caballero puede verse rodeado de enemigos que, envalentonados por verse superiores en número, lo machaquen sin más. En fin, esto es lo que venía a ser una carga de caballería. Como vemos, no eran tan gallardas como solemos imaginar, ni tampoco tan vistosas ni raudas como aparecen en las pelis. Un jinete a galope tendido solo conseguía agotar a su caballo y perder precisión en el momento decisivo, lo que podía suponerle verse descabalgado y con dos o tres peones sumamente cabreados dispuestos a apuñalarle en la jeta y las ingles o los testículos con saña bíblica. Para los que no estén al tanto de estos temas, sepan que las ingles no estaban protegidas por las calzas de malla, y si usaba un yelmo de cimera bastaba introducir un cuchillo por la rendija del visor para meterle un puntazo en el ojo que le atravesaría el cerebro. Si se cubrían con un yelmo cónico o un capiello lo tenían más fácil ya que se podía meter la hoja entre el almófar y alcanzar el cuello o meterla por la boca hasta sacarla por el cogote. En fin, algo muy desagradable, pero así eran las cosas. Bueno, no creo olvidar nada, así que ya está. Hale, he dicho
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